Puro (Pure #1)

Perdiz mantiene firme la mirada pero empieza a respirar entrecortadamente.

—Voy a encontrar el ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard. A eso he venido.

Se aleja por la calle a oscuras y oye que Pressia dice: —Bradwell.

—?Lo oyes? —le pregunta el chico. Los cánticos de la muertería prosiguen. Perdiz no sabría decir lo cerca o lo lejos que están porque las voces parecen resonar por toda la ciudad—. ?No tienes mucho tiempo! —Ya mismo amanecerá.

Pressia llega a la altura de Perdiz, que se detiene. Ha encontrado una casa sin la planta de arriba pero con lonas atadas a las ventanas. Oye un canto muy bajo.

—Tenemos que darnos prisa —le advierte Pressia.

—Hay alguien dentro.

—De verdad —insiste la chica—, no tenemos mucho tiempo.

El chico se quita la mochila, abre la cremallera y saca una funda de plástico con una fotografía en su interior.

—?Qué es eso? —quiere saber Pressia.

—Una foto de mi madre. Voy a ver si quien esté dentro se acuerda de ella.

Va hacia la entrada de la casa, que ya solo tiene por puerta unos tablones apoyados contra el umbral.

—No —intenta retenerlo Pressia—. Nunca sabes con qué clase de gente te puedes encontrar.

—Tengo que hacerlo.

La chica sacude la cabeza y le dice:

—Pues entonces cúbrete.

Perdiz se enrolla la bufanda por la cara, se pone la capucha y deja a la vista únicamente los ojos.

Ahora el canto se oye con más fuerza, una melodía desacompasada de una voz aguda y vibrante; parece más un gorjeo que un cántico.

Llama a los tablones con los nudillos y el canto se detiene. Se oye un repiqueteo de lo que parecen cacerolas y luego nada.

—?Hola? —llama Perdiz—. Siento molestarle pero quiero preguntarle una cosa.

No hay respuesta.

—Tenía la esperanza de que pudiera usted ayudarme.

—Venga —le urge Pressia—. Vámonos.

—No —susurra el chico, aunque los cánticos parecen ahora más cerca que antes—. Vete si quieres, esto es todo lo que tengo. Es mi única oportunidad.

—Vale. Date prisa.

—Estoy buscando a una persona —dice al aire. No se oye nada por unos instantes y mira entonces hacia atrás, a Bradwell, que está chasqueando los dedos para decirles que aligeren. Perdiz vuelve a intentarlo—: De verdad, necesito que me ayude. Es importante, estoy buscando a mi madre.

Se escucha un nuevo repiqueteo y luego una voz de anciana que dice: —?Di tu nombre!

—Perdiz —dice acercándose más a la ventana cubierta por la lona—. Perdiz Willux.

—?Willux? —responde la mujer. Por lo visto, su apellido siempre provoca algún tipo de reacción.

—Vivíamos en el ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard —dice apremiante—. Tengo una fotografía.

Aparece un brazo detrás de la lona, con una mano como una garra metálica y oxidada.

A Perdiz le da miedo darle la fotografía porque es la única que tiene; aun así se la tiende.

Los dedos la agarran y la mano desaparece.

Se da cuenta de que está amaneciendo, el sol está saliendo por el horizonte.

Entonces la lona se levanta y, muy lentamente, va dejando entrever la cara de una anciana, pálida y cubierta de esquirlas de cristal. La anciana le devuelve la foto sin mediar palabra pero con una mirada distante, extra?a. Tiene la cara como hechizada.

—?La conocía? —pregunta Perdiz.

La mujer mira a uno y otro lado de la calle y ve a Bradwell en la penumbra. Da un paso hacia atrás y baja un poco la lona. Después fija la mirada en Perdiz y le dice: —Quiero verte la cara.

Perdiz mira a Pressia, que niega con la cabeza.

—Te diré una cosa, pero antes tengo que verte la cara.

—?Por qué? —interviene Pressia dando un paso hacia delante—. Dele la información y punto. Es importante para él.

La anciana sacude la cabeza.

—Tengo que verle la cara.

Perdiz se baja la bufanda y la mujer lo mira y asiente.

—Lo que creía.

—?A qué se refiere? —pregunta Perdiz.

La mujer sacude la cabeza.

—Me dijo usted que me daría información si le ense?aba la cara. Yo he mantenido mi palabra.

—Te pareces a ella —dice la mujer.

—?A mi madre?

La anciana asiente. Los cánticos son cada vez más sonoros. Pressia le tira de la manga a Perdiz y lo apremia: —Tenemos que irnos.

—?Está viva? —quiere saber el chico.

La mujer se encoge de hombros.

Bradwell les silba. No pueden perder más tiempo. Perdiz oye ya las pisadas de la muertería, la algarabía de las botas por las calles, las voces arriba y abajo al unísono. El aire vibra.

—?La vio después de las Detonaciones?

La mujer cierra los ojos y murmura algo entre dientes.

Pressia tira del abrigo de Perdiz.

—?Tenemos que irnos ya!

—?Qué ha dicho? —le grita Perdiz a la se?ora—. ?La ha visto o no? ?Sobrevivió?

Por fin la mujer alza la cabeza y dice:

—él le rompió el corazón. —Y entonces vuelve a cerrar los ojos y empieza a cantar en voz alta, unas notas angustiadas y estridentes, como si intentase ahogar todo lo que la rodea.





Pressia


Sarcófago

Pressia corre todo lo rápido que puede. Bradwell va en cabeza, con la camisa agitada por las alas, y Perdiz esprinta a su altura, con el abrigo ondeando al viento. Se da cuenta de que el puro puede correr más rápido —por el entrenamiento especial de la academia, pese a no ser un ?espécimen maduro?—, pero entiende como una buena se?al que se quede a su lado; a lo mejor ha comprendido lo mucho que la necesita. Los cánticos resuenan, se oyen bramidos por los callejones y, a veces, disparos seguidos de gritos agudos.

—?Volvemos abajo? —le grita Pressia a Bradwell.

—No. También van por los túneles.

Pressia mira hacia atrás y ve al cabecilla del equipo. Va descamisado y lleva los brazos y el pecho manchados de rojo sangre sobre metal. Tiene la piel de la cara fruncida y reluciente. Mantiene uno de los brazos como aovillado contra el pecho, arrugado allí; pero el otro, en cambio, es bien musculoso. Se ha pegado con cinta trozos de cristal a los nudillos. Aunque fuese un soldado de la ORS de los que suele ver patrullando, de esa guisa no lo reconocería.

Va a la cabeza de la formación en cu?a; los demás lo siguen en tumulto. Al fondo hay un árbitro que decide cuándo se dispersa la base de la cu?a y forma un círculo cerrado en torno a una víctima. Una vez Pressia vio, desde su escondite en un viejo buzón tirado, cómo atacaban a una mujer y a su hijo en una muertería. Recuerda ahora que, después de matarla a golpes, levantaron el cuerpo de la madre por encima de sus cabezas y lanzaron al bebé por los aires como si fuese un balón.