Se levanta, sale de la cámara y pasa a la estancia más amplia. Se arrodilla junto a la pared derruida y retira unos cuantos ladrillos dejando a la vista un agujero lleno de armas: ganchos, cuchillos, machetas. Saca unos cuantos, los lleva a la cámara frigorífica y les da a cada uno un arma. A Pressia le gusta sentirla en la mano, aunque no quiere ni pensar en cómo la utilizarían en la carnicería… o el uso que le da el propio Bradwell.
—Por si acaso —les dice. Acto seguido se mete un cuchillo y un gancho en unas presillas que tiene cosidas en el interior de la chaqueta y coge una pistola—. Me encontré un montón de pistolas eléctricas como esta. Al principio creí que eran una especie de bombas para la bici. En vez de balas, tienen un cartucho que provoca una descarga alucinante cuando la pones contra la cabeza de una vaca o de un cerdo. Están bien para el combate cuerpo a cuerpo, o para cuando te ataca un amasoide.
—?Puedo verlas? —le pregunta Perdiz.
Bradwell se la tiende y el otro chico la coge con cuidado, como si fuese un animalillo.
—La primera vez que la utilicé fue contra un amasoide. Me saqué la pistola del cinturón y, entre la mara?a cerrada de cuerpos, encontré la base de un cráneo. Cuando apreté el gatillo, la cabeza se le quedó como colgando. El amasoide debió de sentir el repentino impacto de la muerte a través de sus células compartidas porque reculó y describió un peque?o círculo, como si estuviese intentando quitarse de encima al que estaba muerto. Lo dejé allí, con la cabeza bailándole adelante y atrás, y salí por piernas.
—No sé si seré capaz de hacerlo —dice Pressia con la vista clavada en el cuchillo que tiene entre las manos.
—Si es cuestión de vida o muerte —le dice Perdiz—, seguro que puedes.
—A lo mejor no sé procesar una vaca pero conozco estas armas igual o mejor que cualquier carnicero… Es un medio de subsistencia —a?ade Bradwell.
Pressia se mete el cuchillo en el cinturón; preferiría utilizarlo para cortar alambre y hacer sus juguetes de cuerda antes que para matar a alguien.
—?Adónde hay que ir exactamente?
—A la iglesia —le explica Bradwell—. Todavía queda una parte en pie, una cripta. —Calla y se queda con la mirada fija en una de las paredes de la cámara, como si estuviese mirando al través—. A veces voy allí.
—?A rezar? —se extra?a Pressia—. ?Es que crees en Dios?
—No, es que es un sitio seguro, con paredes gruesas y una estructura sólida.
Pressia no sabe qué pensar sobre Dios. Lo único que tiene claro es que las gentes del lugar hace tiempo que abandonaron toda noción de religión o fe, aunque todavía hay quien rinde culto a su modo, y algunos incluso confunden la Cúpula con una versión del Cielo.
—He oído hablar de gente que se reúne y enciende velas y escribe cosas. ?Es ahí donde se reúnen?
—Creo que sí —dice Bradwell mientras pliega el plano—. Hay restos… cera, peque?as ofrendas…
—Nunca he creído que, por mucha esperanza que tenga uno, se pueda conseguir algo rezando —comenta Pressia.
Bradwell coge un chaquetón de un raíl metálico que tiene encima de la cabeza y le dice: —Es probable que recen por eso, para tener esperanza.
Il Capitano
Escopetas
La tela del toldo está hecha jirones; lo único que queda son las varas de aluminio atornilladas al viejo asilo. Il Capitano mira al cielo gris a través del esqueleto de metal carbonizado que es el toldo. ?Pressia Belze?, el nombrecito se ha vuelto popular. ?Por qué estará Ingership tan obsesionado de repente con una superviviente llamada Pressia Belze? A Il Capitano no le gusta el nombre, cómo sale por la boca, igual que un zumbido. Ha dejado de buscarla; no es su trabajo andar rastreando por las calles, de modo que hace una hora se ha vuelto para casa y ha mandado a sus hombres en busca de la chica. Ahora se pregunta si pagará cara esa decisión. ?Podrán esos idiotas encontrar a la chica sin él? Lo duda mucho.
—?La tenéis? Cambio —chilla por el walkie-talkie, que se queda mudo—. ?Me copiáis? Cambio. —Sin respuesta—. Ya está otra vez estropeado —se queja Il Capitano.
Y luego su hermano Helmud murmura:
—Estropeado.
Helmud solo tiene diecisiete a?os, dos menos que Il Capitano, y siempre ha sido el menor. Este y Helmud tenían diez y ocho respectivamente cuando se produjeron las Detonaciones. Helmud está fusionado a la espalda de Il Capitano; el efecto visual es el de un eterno paseo a caballito: Helmud tiene su propia parte superior del cuerpo pero el resto lo coge de su hermano, mientras que los bultos de los huesos y los músculos de sus muslos se amontonan en una gruesa franja por la parte baja de la espalda de Il Capitano. Iban en una moto de cross, con Helmud detrás, cuando el blanco blanquísimo y el viento caliente los embistieron. Il Capitano había reconstruido el motor con sus propias manos. Ahora tiene los esmirriados brazos de Helmud alrededor de su grueso cuello.
El walkie-talkie vuelve a la vida. Il Capitano oye la radio del camión y el refunfu?o de las marchas, como si estuviese subiendo una cuesta. Por fin aparece la voz del soldado a través del ruido:
—No. Pero la encontraremos, confíe en mí. Cambio.
?Confíe en mí?, piensa Il Capitano, que se guarda el aparato en la pistolera y mira hacia atrás, a su hermano:
—Como si alguna vez me fiase yo de alguien. Ni siquiera de ti.
—Ni siquiera de ti —susurra Helmud en respuesta.
Siempre ha tenido que confiar en Helmud. Llevan mucho tiempo solos el uno con el otro. Nunca tuvieron un padre de verdad, y con solo nueve a?os Il Capitano perdió a su madre de una gripe virulenta en un sanatorio como el que tiene ahora delante.
Grita por el walkie-talkie:
—Si no la cogéis, Ingership nos va a dar para el pelo. No la fastidiéis. Cambio y corto.
Es tarde y la luna se ha perdido en una neblina gris. A Il Capitano se le pasa por la cabeza ir a ver si Vedra sigue trabajando en la cocina. Le gusta contemplarla entre el vapor del lavavajillas. Podría ordenarle que le hiciese un sándwich, al fin y al cabo es el oficial de mayor graduación en el cuartel general. Pero sabe lo que pasará con Vedra: charlarán mientras ella corta la carne, con las manos desolladas de tanto trabajar, con toda su piel cicatrizada a la vista, toda esa brillante carne cauterizada. Le hablará con su voz dulce, hasta que sus ojos acaben desviándose hacia la cara de su hermano, siempre presente, siempre mirando de reojo por encima del hombro. Odia que la gente no pueda evitar mirar a Helmud mientras él habla, una estúpida marioneta cabeceando en su espalda, y le entra una rabia por dentro tan veloz y afilada que podría quebrarse. A veces, por la noche, mientras escucha la respiración profunda de su hermano, fantasea con darse la vuelta, tumbarse boca arriba y asfixiarlo de una vez por todas. Sin embargo, si Helmud muriese, él iría detrás. Lo sabe: ambos son demasiado grandes para que uno muera y el otro viva; están demasiado entrelazados. A veces parece tan inevitable que apenas puede soportar la espera.