—Venga —intenta mediar la chica. Hay que guardar la calma; Pressia no puede arriesgarse a que Bradwell se exalte, así que decide preguntarle a Perdiz—: ?Cómo saliste?
—Resulta que enmarcaron algunos de los planos del dise?o original y se lo regalaron a mi padre por sus veinte a?os de servicio. Los estudié, el sistema de filtrado del aire, la ventilación… Se oye cuando está encendido, es como un murmullo leve y profundo que se escucha por debajo de todo. Empecé a apuntarlo en un diario. —Levanta el cuaderno de cuero que tiene en la mano—. Fui anotando cuándo se encendía y cuándo se apagaba. Y luego averigüé cómo colarme en el sistema principal y que un día en concreto, a una hora determinada, podría pasar por los ventiladores del sistema de circulación cuando estaban en reposo, durante unos tres minutos y cuarenta y dos segundos. Luego, después de eso, me encontraría con una barrera de fibra transpirable que podría cortar para pasar. Y eso fue lo que hice. —Esboza una leve sonrisa—. Al final casi me succiona el viento, pero por suerte no acabé hecho picadillo.
Bradwell lo mira de hito en hito.
—Y sales, así sin más. ?Y en la Cúpula se quedan tan tranquilos? ?No te está buscando nadie?
El puro se encoge de hombros.
—Ya deben de tener sus cámaras buscándome. Aunque no funcionan muy allá. Nunca han ido muy bien, por la ceniza. Pero a saber si vendrán a por mí… En teoría nadie puede abandonar la Cúpula… bajo ningún pretexto. Las misiones de reconocimiento están prohibidas.
—Pero tu padre… —interviene Pressia—, si tu padre es una persona destacada… ?No mandarán un equipo a buscarte?
—Mi padre y yo no nos llevamos muy bien. Y en cualquier caso, nunca antes se ha hecho. Nunca ha salido nadie, a nadie se le ha ocurrido… como a mí.
Bradwell sacude la cabeza.
—?Qué has dicho que tienes en ese sobre?
—Son objetos personales, cosas típicas de una madre: alguna joya, una caja de música, una tarjeta.
—No me importaría echarle un vistazo. Puede que haya algo interesante.
Perdiz vacila, y Pressia se da cuenta de que no se fía de Bradwell. El puro coge el sobre que contiene las pertenencias de su madre y lo vuelve a meter en la mochila.
—No es nada.
—De modo que por eso has venido, ?para encontrar a tu madre, la santa? —lo interroga Bradwell.
Perdiz ignora el tono del otro chico.
—En cuanto vi sus cosas empecé a dudar de todo lo que me habían contado. Y, como también me habían dicho que estaba muerta, también dudé de eso.
—?Y qué pasaría si estuviese muerta? —le pregunta Bradwell.
—Ya estoy hecho a la idea —dice Perdiz con estoicismo.
—Nosotros también. La mayoría de la gente ha perdido a un montón de seres queridos.
Bradwell no conoce la historia de Pressia, pero sabe que ha perdido a alguien. Es algo común a todos los supervivientes. Perdiz tampoco sabe nada de ella ni qué ha perdido, pero la chica no tiene ganas de contarlo.
—Perdiz tiene que encontrar la calle Lombard. Vivían allí, así que por lo menos puede empezar por ahí —dice la chica—. Necesita el plano antiguo de la ciudad.
—?Por qué tendría que ayudarlo?
—Tal vez él pueda ayudarnos a cambio.
—No necesitamos su ayuda.
Perdiz se queda callado, mientras que Bradwell, por su parte, se echa hacia atrás y los contempla a ambos. Pressia se acerca a él y le confiesa: —A lo mejor tú no, pero yo sí.
—?Para qué lo necesitas?
—Como moneda de cambio con la ORS. Igual pueden tacharme de la lista. Y mi abuelo está enfermo, y es todo lo que tengo. Sin ayuda seguro que… —De pronto se siente mareada, como si al contar sus miedos en voz alta (que su abuelo puede morir, que la ORS la reclutará y la desahuciará por su mano mala) ya no hubiese vuelta atrás y se hicieran realidad. Tiene la boca seca. Apenas es capaz de decirlo, pero luego las palabras salen en tropel—: No lo conseguiremos.
Bradwell le da una patada al baúl y los pájaros, alterados pero sin poder ir a ninguna parte, baten alocadamente las alas bajo la camisa. El chico mira a Pressia. Está cediendo, ella lo ve; puede que hasta llegue a ceder por ella.
Pero no quiere su compasión; odia la piedad, por eso se apresura a decir: —Solo necesitamos un plano. Podemos arreglárnoslas solos.
Bradwell sacude la cabeza.
—No nos pasará nada —afirma Pressia.
—A lo mejor a ti no, pero él no lo conseguiría. No está adaptado a este entorno; sería una pena desperdiciar a un puro, tan bueno y perfecto, dejándolo por ahí suelto para que un amasoide le aplaste la crisma.
—Gracias por el voto de confianza —dice Perdiz.
—?Cómo era la calle? —pregunta Bradwell.
—Lombard. El número ciento cincuenta y cuatro.
—Si la calle aún existe, te llevaré hasta allí. Y después quizá lo mejor es que vuelvas a casa, a tu Cúpula con tu papaíto.
Perdiz se siente ofendido y se echa hacia delante para empezar a decir: —No necesito que…
Pero Pressia lo interrumpe:
—Nos llevaremos el plano y, si nos puedes acercar a la calle Lombard, estupendo.
Bradwell mira al otro chico, dándole la oportunidad de acabar la frase. Perdiz, sin embargo, debe saber que Pressia tiene razón: han de aceptar cualquier ayuda que puedan prestarles.
—Eso. Llegar a Lombard sería estupendo. No te pediremos nada más.
—De acuerdo —concede Bradwell—. Pero no es fácil, la verdad. Si la calle no tenía edificios importantes, lo normal es que no podamos localizarla. Y si estaba cerca del centro de la ciudad, seguramente formará parte de los escombrales. No os puedo garantizar nada.
Se agacha y abre el baúl, de donde, tras rebuscar unos instantes con cuidado, saca un viejo plano de la ciudad. Está destrozado, los pliegues están tan gastados que parece una gasa.
—Calle Lombard. —Despliega el plano sobre el suelo y Perdiz y Pressia se arrodillan a su lado. El chico pasa el dedo por las cuadrículas de un lado y luego se?ala con el dedo el cuadrado 2E.
—?La has visto? —le pregunta Pressia, que de repente tiene la esperanza de que la casa siga en pie, y desea, más allá de toda lógica, que la calle esté como antiguamente: grandes casas todas en fila con escalones de piedra blanca y hermosas verjas de entrada, ventanas con cortinas que dan a habitaciones coquetas, bicis atadas en la entrada, gente paseando a sus perros, tirando de carritos… No entiende por qué se permite hacerse esas ilusiones; a lo mejor tiene algo que ver con el puro, como si su optimismo fuese contagioso.
El dedo de Bradwell se detiene en una intersección.
—?Siempre tienes tanta potra? —le pregunta a Perdiz.
—?Cómo? ?Dónde está?
—Sé perfectamente dónde está Lombard.