—He quitado la mayor parte de los ganchos gigantes que colgaban de aquí.
Pero todavía queda alguno; en dos de ellos hay unos extra?os seres colgados, algún tipo de híbrido, ambos despellejados. Bradwell también les ha quitado todo resto de fusión metálica o de cristal: a uno le falta un brazo y el otro tiene la cola amputada. Así, en carne viva, es difícil saber qué fueron en otro tiempo. En una esquina hay una jaula de alambre hecha a mano con dos animalejos con pinta de roedores.
—?Dónde los has conseguido? —le pregunta Pressia.
—Del difunto sistema de alcantarillado; algunas de las tuberías más peque?as quedaron intactas bajo los escombros. Los bichillos las utilizan. Algunos conductos se acaban y hay otros que están rotos del todo, y si te quedas esperando al final de las tuberías acabas atrapando algo.
—No tienen mucho sitio para moverse en estas jaulas —opina Pressia pensando en su Freedle.
—No quiero que se muevan, lo que quiero es que engorden.
Los bichos ara?an con las u?as el suelo de cemento.
Las paredes están cubiertas de estantes interrumpidos por hileras verticales de ganchos. Si a alguien le diese por colgar allí un sombrero, lo atravesaría de medio a medio. Perdiz se ha quedado mirándolos.
—No te vayas a emocionar ni a ponerte a hacer aspavientos o te colgamos en uno de esos ganchos.
La cámara no tiene muy buena ventilación, salvo por dos extractores fabricados a mano que hay por encima de una hornilla.
—La tienda está en la débil red de energía que utiliza la ORS para abastecer de luz la ciudad —les explica. Hay una sola bombilla colgando del techo en medio del cuarto.
Unas mantas de lana cubren dos viejos sillones que debió de encontrar tirados por la calle. Uno se ha fundido en sí mismo, al otro le falta un brazo y el respaldo, mientras que a ambos se les sale la gomaespuma; aunque se ve que ha intentado meterla para dentro, el relleno se escapa. Seguramente junta los dos sillones para dormir. Tiene una peque?a reserva de carne en lata del mercado y algunos frutos silvestres de los que crecen entre las zarzas en el bosque.
Pressia se pregunta si lo ha pillado con la guardia baja al haberse presentado así, de buenas a primeras. Se ha puesto a ordenar, guarda una sartén, mete otro par de botas bajo un sillón. ?Estará avergonzado?, ?nervioso tal vez?
Ve el baúl pegado a una de las paredes. Tiene ganas de abrirlo y de hurgar en él. Encima hay lo que parece un manual sobre carnicería, procesamiento y conservación de carnes de todo tipo.
—Bueno —interviene Bradwell—, pues bienvenidos a mi hogar, dulce hogar.
Todavía no le ha echado un buen vistazo al otro chico y no sabe que es un puro de carne y hueso. Perdiz tiene la capucha y la bufanda puestas y aprieta contra sí la bolsa, oculta bajo el abrigo, como Pressia le ha ense?ado. Ahora está nerviosa. Recuerda la charla de Bradwell, lo mucho que odiaba a la gente de la Cúpula… Está preocupada, no sabe si ha tomado la decisión correcta. ?Cómo reaccionará Bradwell? Hasta ahora no se le ha ocurrido que quizá considere al puro un enemigo. ?Qué pasará en ese caso?
Bradwell separa los dos sillones.
—Sentaos —les dice a los otros dos chicos, que le hacen caso y se acomodan en los asientos deformes.
Bradwell mueve el baúl y se sienta encima. Pressia ve el revoloteo de pájaros bajo la camisa y se siente identificada: las aves forman ya parte de su cuerpo igual que la cabeza de mu?eca de su brazo. Los pájaros están fusionados con su aliento vital, vivirán tanto como él. ?Lo notará él si alguno se hiere las alas? Una vez, con doce a?os, intentó cortarse la cabeza de mu?eca; pensaba que podía librarse de ella. El dolor fue agudo, aunque solo al principio. Después, cuando hundió más la hoja por la nuca del juguete y llegó hasta su propia mu?eca, no dolió tanto, pero la sangre empezó a correr con tal brillo y con tanto brío que se asustó. Se puso un trapo contra la herida que enseguida se empapó de rojo. Tuvo que decírselo al abuelo, que actuó con rapidez. Sus conocimientos de la funeraria le vinieron de perlas; le hizo una sutura recta y se le quedó una cicatriz peque?a.
Pressia se echa contra el respaldo y, a pesar de que el calcetín le tapa el pu?o de cabeza, se tira una vez más de la manga del jersey para tener doble protección. Al puro puede resultarle grotesco, o incluso un síntoma de debilidad. ?Qué pensará Bradwell?
Mira de reojo a Perdiz y se da cuenta de que también él ha visto la agitación bajo la camisa de Bradwell, aunque no dice nada. Pressia se imagina que ha debido de impactarle. Todo tiene que ser extra?o para él: mientras que ella ha tenido a?os para acostumbrarse, él apenas lleva allí dos días como mucho.
—?Me vas a contar ya quién es este? —pregunta Bradwell.
—Se llama Perdiz —le contesta Pressia, que le dice al puro—: Quítate la bufanda y la capucha.
El chico vacila.
—Está bien, no pasa nada. Bradwell está de tu lado.
??De verdad??, se pregunta Pressia, que alberga la esperanza de que al decirlo en voz alta convenza a Bradwell de que es cierto.
Perdiz se quita la capucha y se desenreda la bufanda. Bradwell le mira fijamente la cara, cubierta de ceniza pero sin marcas.
—Los brazos —dice Bradwell.
—No tengo ningún arma —dice el otro—. Salvo un cuchillo antiguo.
—No —replica Bradwell. Tiene la cara serena, salvo por los ojos, entornados y clavados en Perdiz, como cuando se apunta con una pistola—. Quiero verte los brazos.
Perdiz se remanga y deja a la vista más piel perfecta. Tiene algo de inquietante; Pressia no sabe por qué pero siente cierta repulsión. ?Se trata de envidia, de odio? ?Desprecia a Perdiz por su piel? Aunque es tan bonita…; no se le puede negar, parece nata…
Bradwell se?ala con la cabeza las piernas de Perdiz, que se agacha y se sube las perneras del pantalón. En el acto el otro chico se levanta y cruza los brazos sobre el pecho. Alterado, se frota la quemadura del cuello y va hacia la cámara sorteando los ganchos que cuelgan con los híbridos. Una vez allí fija la vista en Pressia y le dice: —?Me has traído a un puro?
La chica asiente.
—Vamos a ver, sabía que eras distinta, pero…
—De cierta clase, ?no?
—Al principio lo pensaba, pero luego me insultaste.
—Yo no te insulté.
—Sí lo hiciste.
—No, eso es mentira, simplemente no me gustó tu forma de clasificarme. Y te lo dije. ?Eso es lo que crees siempre que te corrige alguien?, ?que te están insultando?
—No, es que…
—Y luego les das un regalo de cumplea?os cruel, para recordarles lo que piensas de ellos.
—Creí que te gustaría el recorte. Solo pretendía tener un detalle contigo.
Pressia se queda callada un momento y luego dice:
—Ah, bueno, pues gracias.
—Eso lo has dicho antes, pero supongo que era con sorna.
—Puede que no estuviese siendo del todo sincera…
—Ejem, perdonadme… —interviene Perdiz.
—Eso —dice Bradwell, pero entonces vuelve a dirigirse a Pressia—. ?Y tú, que me traes a un puro? ?Es otra modalidad de regalo cruel?