Puro (Pure #1)

—?Tú te acuerdas de cuando los perros llevaban gafas de sol? Eran muy graciosos, ?verdad?

—La verdad es que no me acuerdo de ningún perro con gafas de sol —reconoce Perdiz—. Qué va.

—Vaya… Bueno, te toca a ti.

—Pues… mi madre solía contarme un cuento sobre una esposa cisne y un rey malo que le roba las alas y, no sé, creo que pensaba que mi padre era el rey malo.

—?Y lo era?

—Solo era un cuento infantil. Mis padres no se llevaban bien, y así es la lógica de un ni?o. Pero me encantaba la historia…, bueno, me encantaba ella. Podía haberme contado lo que quisiese que yo la habría querido. Los ni?os quieren a sus padres, aunque estos no se lo merezcan; es inevitable.

El recuerdo es tan honesto y real que Pressia siente vergüenza por haber mentido en su turno. Vuelve a intentarlo.

—Una vez mis padres alquilaron un poni para mi cumplea?os cuando era peque?a.

—?Para que los ni?os se montasen?

—Supongo.

—Qué bonito. Un poni… ?te gustaban los ponis?

—No lo sé.

Se pregunta si el juego ha ayudado. ?Confía más en ella ahora que han intercambiado recuerdos? Decide ponerlo a prueba.

—Antes, cuando has matado al terrón, cuando lo has sacado del agujero y lo has revoleado… no ha sido muy normal. Parecía algo imposible. —Espera a que el chico siga la conversación pero este hunde la barbilla en el pecho y no contesta—. Y antes, con los amasoides, cuando echaste a correr, me dio la impresión de que corrías más rápido que cualquier humano…

Perdiz sacude la cabeza y dice:

—La academia. Recibí entrenamiento especial, eso es todo.

—?Entrenamiento?

—En realidad es la codificación. Aunque no funcionó del todo. Al parecer no soy un espécimen maduro. —Da la impresión de que no quiere hablar del tema, de modo que Pressia no lo presiona, deja que la conversación termine.

Prosiguen en silencio hasta que llegan por fin a la fachada de una tiendecilla en ruinas.

—Ya estamos.

—?Ya estamos dónde? —pregunta Perdiz.

Pressia rodea una monta?a de escombros y lo conduce hasta una gran puerta trasera de metal.

—La casa de Bradwell —murmura—. Te aviso de que está fusionado.

—?Cómo?

—Con pájaros.

—?Pájaros?

—Sí, en la espalda.

Perdiz la mira atónito y la chica disfruta de su asombro. Acto seguido llama a la puerta siguiendo las instrucciones del trozo de papel: un golpe, dos toquecitos suaves, una pausa y luego un sonoro tamborileo de nudillos. Oye ruido en el interior y entonces Bradwell golpea desde el otro lado repitiendo la secuencia con peque?os gongs que suenan a hueco.

—?Aquí vive? ?Cómo puede alguien vivir aquí?

Pressia da dos toques más.

—Espera allí, no quiero que lo asustes. —Le se?ala una pared en la penumbra.

—?Se asusta fácilmente?

—Tú vete.

Perdiz se esconde en la oscuridad.

Se oye como un ara?azo y entonces Bradwell descorre el pestillo y abre la puerta solo una rendija.

—Es plena noche —murmura, con una voz tan ronca que Pressia se pregunta si lo habrá despertado—. ?Quién va? ?Qué es lo que quieres?

—Soy Pressia.

La puerta se abre un poco más. Bradwell es más alto y ancho de lo que recordaba. En teoría un superviviente tendría que ser nervudo y ágil, un cuerpo que se esconde con facilidad, flaco, de sobrevivir con poca cosa. Pero él ha tenido que volverse musculoso para sobrevivir. Más allá de la cicatriz doble que le cruza la mejilla y de las quemaduras, lo que llama la atención de Pressia son sus ojos, tanto que hasta se le entrecorta la respiración. Los tiene negros, con una mirada dura que, sin embargo, cuando se fija en ella parece suavizarse, como si Bradwell pudiese ser más tierno de lo que aparenta.

—?Pressia? Creía que no querías volver a verme.

La chica aparta la mejilla quemada y siente que se sonroja. ?De qué tiene vergüenza?, ?por qué? Escucha un aleteo detrás de Bradwell: las alas de los pájaros que viven en su espalda.

—?A qué has venido?

—Quería darte las gracias por el regalo.

—?A estas horas?

—No. No he venido por eso, pero he pensado que ya que estabas aquí te lo podía decir. Que estaba yo aquí, quiero decir. —Está balbuceando; quiere parar—. Y he traído a alguien. Es urgente.

—?A quién?

—A alguien que necesita ayuda. —Y en el acto a?ade—: No soy yo, yo no necesito ayuda, es otra persona.

Si no se hubiese encontrado con el puro ahora mismo estaría en la puerta de su casa pidiéndole a Bradwell que la salvara. Se da cuenta del alivio que supone no tener que acudir a él sola, para que la ayude a ella. Se produce un silencio. ?Se echará atrás Bradwell? ?Estará decidiendo qué hacer?

—?Qué clase de ayuda?

—Es importante; si no, no habría venido.

Perdiz surge de entre las sombras.

—Ha venido por mí.

Bradwell mira de reojo a Perdiz y luego a Pressia.

—Entrad, corred.

—?Qué es este sitio? —pregunta Perdiz.

—?ELLIOT MARKER E HIJOS. CARNES SELECTAS. ESTABLECIMIENTO FUNDADO EN 1933.? Encontré la plaquita de bronce tras las Detonaciones. Eso fue cuando alguna gente todavía alineaba a los muertos y los cubría con sábanas o los enrollaba en alfombras, como si alguna agencia gubernamental fuese a venir de repente con un plan de recuperación bajo el brazo. La primera planta (las vitrinas, la caja, la zona de cortar, el almacén, la oficina…) había desaparecido por completo, pero una noche retiré los escombros de la puerta trasera con la esperanza de que diese a un sótano. Y así fue. La carne se había echado a perder, pero las carnicerías están llenas de armas.

Cuando se le hace la vista a la oscuridad, Pressia ve que está junto a una extra?a jaula con correas y cadenas, y una rampa que da al sótano. A su lado, Perdiz levanta la mano y toca una cadena.

—?Y esto qué es? —pregunta.

—El corral de aturdimiento —explica Bradwell—. Metían a los animales por la puerta trasera, luego los aturdían y les ataban las patas con correas conectadas a una cinta que iba sobre raíles. Después colgaban los cuerpos boca abajo y los bajaban para procesarlos. —Bradwell se deja caer por la rampa con sus pesadas botas por delante—. Dad gracias de no ser una ternerilla de los viejos tiempos.

Pressia se sienta en el suelo del corral, se arrima al borde y se desliza hasta el sótano. Perdiz la imita y después ambos siguen a Bradwell por una parte del sótano que no está excavada, hacia el haz de luz de la cámara frigorífica que hay al fondo de la estancia.

—Aquí desangraban a los animales. Utilizaban cubas calientes y unidades de procesamiento. Los trasportaban por los raíles con un sistema de cabestrantes y por último les sacaban las entra?as y los despedazaban.

—?Alguna vez dejas de dar clases? —le pregunta Pressia en voz baja.

—?Qué?

—Nada.

En el techo se siguen viendo los raíles desnudos que llevan hasta la cámara, un cuartillo de tres por cinco metros, con paredes y techos metálicos.