Perdiz no puede levantarse, se siente como clavado a la tierra y el recuerdo le da vueltas en la cabeza. Y de pronto se detiene. La cabeza le zumba, con un dolor agudo y frío en la base del cráneo. Escucha sus latidos en los oídos, con la misma fuerza que las cosechadoras automáticas de los sembrados que hay al lado de la academia. Le gustaba quedarse contemplando las máquinas desde una recóndita buhardilla al fondo del pasillo de sus habitaciones, cuando Hastings se iba a su casa los fines de semana. Lyda… ?estará allí ahora? ?Oirá las cosechadoras? ?Se acuerda de cuando lo besó? él sí se acuerda. Le sorprendió y, cuando le devolvió el beso, ella se apartó, avergonzada.
Siente viento en la piel, el aire real. Azota su cabeza y revuelve la pelusilla que tiene por pelo. El aire pega fuerte, como impulsado por aspas invisibles. Piensa en las de los ventiladores, relucientes y veloces en su cabeza. ?Cómo ha llegado hasta aquí?
Pressia
Ojos grises
El puro se levanta como puede y se queda parado en medio de la carretera. Mira a su alrededor un momento, hacia un lado y otro de la fila de ruinas quemadas y saqueadas, por los escombrales, con sus espirales de humo subiendo cual resortes hacia el aire nocturno, y luego de nuevo a los edificios. Se queda contemplando el cielo como si así fuese a recuperar el equilibrio. Por fin se cuelga el asa de la mochila por el hombro y se enrosca la bufanda al cuello y la mandíbula. Fija la vista en los escombrales y pone rumbo hacia ellos.
Pressia se aprieta el calcetín de lana sobre el pu?o de cabeza de mu?eca, se baja la manga del jersey y avanza por el callejón.
—No. No lo conseguirías en la vida.
El chico se gira en redondo, asustado, y sus ojos recaen entonces en Pressia. Es evidente que le alivia comprobar que no es ni un amasoide, ni una alima?a, ni siquiera un soldado de la ORS, aunque la chica duda de que él conozca alguno de esos nombres. ?De qué podría tener miedo allí de donde viene? ?Entenderá siquiera lo que es el miedo? ?Le asustarán las tartas de cumplea?os, los perros que llevan gafas de sol y los coches nuevos con un gran lazo rojo?
Tiene la cara suave y lisa y los ojos gris claro. Pressia apenas puede creer que esté viendo a un puro, un puro vivito y coleando.
Quema a un puro y mira cómo berrea.
Cógele las tripas y hazte una correa.
Trénzale su pelo y hazte una cuerda.
Y haz jabón de puro con la tibia izquierda.
Es lo que le viene a la cabeza. Los ni?os se pasan el rato canturreándola pero a nadie se le ocurre pensar que va a ver a un puro de verdad, por muchos rumores estúpidos que corran por ahí. Nunca.
A Pressia le da la sensación de que tiene algo ligero, etéreo, como con alas, en el pecho, atrapado entre las costillas, igual que Freedle en su jaula, igual que la mariposa manufacturada que lleva en la bolsa.
—Estoy intentando llegar a la calle Lombard —le dice, casi sin aliento. Pressia se pregunta si su voz tiene también una naturaleza distinta. Quizá más clara, más suave. ?Así es la voz de alguien que no lleva a?os respirando ceniza?—. El ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard, para ser exactos. Una larga hilera de casas con verjas de herrería.
—No es bueno que te dejes ver tanto —le aconseja Pressia—. Es peligroso.
—Ya me he dado cuenta. —El chico da un paso hacia ella y al punto se detiene. Tiene un lado de la cara ligeramente cubierto de ceniza—. No sé si debería fiarme de ti.
Acaba de ser vapuleado por un amasoide, es normal que recele un poco. Pressia adelanta el pie que tiene descalzo.
—He tirado mi zapato para distraer al amasoide que ha estado a punto de matarte. Ya te he salvado la vida una vez.
El puro mira calle abajo, hacia donde lo empujaron. Se reúne con Pressia en el callejón y le dice:
—Gracias.
Al decirlo sonríe y sus dientes son rectos y muy blancos, como si se hubiese estado alimentando de leche fresca toda la vida. Desde tan cerca, la perfección de su cara es aún más sorprendente. Pressia no sabría decir qué edad tiene. Parece mayor que ella pero, a la vez, también le echaría menos a?os. No quiere que se dé cuenta de que lo está mirando fijamente, de modo que clava la vista en el suelo.
—Iban a despedazarme. Espero merecer la pena por tu zapato perdido.
—Pues yo espero que no se haya perdido —replica Pressia apartándose un poco de él para que no le vea la parte de la cara que tiene quemada.
El chico tira de la correa de la mochila y le dice:
—Yo te ayudo a encontrar el zapato si tú me ayudas a encontrar la calle Lombard.
—Aquí no es muy fácil encontrar calles, no nos guiamos por nombres.
—?Adónde has tirado el zapato? ?En qué dirección? —pregunta el chico al tiempo que vuelve hacia la calle.
—No —le dice, a pesar de que necesita el zapato, el regalo de su abuelo, tal vez el último. Oye el motor de un camión hacia el este y luego otro en dirección contraria. Y hay uno más no muy lejos, ?o es el eco? Debería esconderse, podría verlo cualquiera, y no es seguro—. Déjalo.
Pero el chico ya está en medio de la calle.
—?Por dónde? —le pregunta, y extiende los brazos, apuntando en direcciones opuestas, como si quisiera que lo usasen de blanco humano.
—Cerca del bidón de gasolina —le indica, aunque solo para que se dé prisa.
El puro se gira en redondo, ve el bidón y corre hacia él. Describe medio círculo alrededor y después mete medio cuerpo dentro. Al reaparecer tiene el zapato en la mano y lo alza por encima de la cabeza como si fuese un trofeo.
—Para —susurra ella deseando que regrese al callejón en penumbra.
El chico corre hacia ella y se arrodilla.
—Ten. Dame el pie.
—No, está bien. Ya puedo yo.
Se ha sonrojado; está avergonzada y enfadada a partes iguales. Pero ?quién se ha creído que es? Es un puro al que han mantenido a salvo, al que le han puesto todo fácil en la vida. Ella puede ponerse el zapato sola, no es una cría. Se agacha, le quita el zapato de la mano y se lo pone.
—A ver qué te parece. Yo te he ayudado a encontrar el zapato, así que ahora me tienes que ayudar a dar con la calle Lombard, o lo que antes era la calle Lombard.
Ahora Pressia tiene miedo. Empieza a darse cuenta de que es un puro y de que estar con él es muy peligroso. La noticia de su presencia correrá como la pólvora y no habrá forma de detenerla. Cuando la gente se entere de que es verdad que hay un puro suelto se convertirá en un blanco seguro, extienda los brazos o no. Habrá quien quiera utilizarlo como una ofrenda airada. Representa a toda la gente de la Cúpula, a los ricos y afortunados que los abandonaron allí para que sufrieran y muriesen. Otros tratarán de atraparlo y utilizarlo como moneda de cambio. Y la ORS lo querrá por sus secretos y para usarlo como cebo.
Y ella también tiene sus propias razones, ?no es así? ?Si hay una forma de salir, tiene que haber también una forma de entrar.? Eso es lo que dijo la se?ora, y tal vez sea cierto. Pressia sabe que puede ser valioso. ?No podría canjearlo por algo con la ORS? ?Podría librarse de tener que presentarse en el cuartel general? ?Podría negociar, ya de paso, asistencia médica para su abuelo?
Se tira de la manga del jersey. La Cúpula mandará a gente a buscarlo, ?no? ?Y si quieren que vuelva?
—?Tienes un chip? —le pregunta.
El chico se rasca la nuca y responde:
—No. No me lo pusieron de peque?o. Estoy intacto como el día en que nací. Puedes mirar si quieres. —Los implantes de chips siempre dejan una peque?a roncha a modo de cicatriz.
Pressia niega con la cabeza.