El viento es ahora más frío y Perdiz se pega el abrigo al pecho.
—Así es el invierno, ?no? —le pregunta a Pressia.
—No. En invierno hace frío.
—Pero ahora hace.
—No hace un frío de invierno.
—Me encantaría verlo todo cubierto de nieve.
—Para cuando toca el suelo la nieve es oscura, ya se ha manchado.
Bradwell vuelve sobre sus pasos y les dice:
—Están demasiado cerca. —Perdiz no sabe de quiénes habla—. Tendremos que ir bajo tierra. Por aquí.
—?Bajo tierra? —pregunta Perdiz, a quien la idea no hace gracia.
Hasta en el sótano de la biblioteca de la academia se desorienta con facilidad, al no tener ningún referente, ni sol ni luna ni estrellas. Aquí, en cambio, uno de esos hitos fijos es la propia Cúpula, que es lo más brillante que hay en el horizonte, con su resplandeciente cruz apuntando directamente al cielo; aunque, al igual que Pressia, no está seguro de en qué cree.
—Si él dice que la mejor forma de ir es por abajo, será verdad —le asegura Pressia.
Bradwell se?ala un hueco cuadrado cerca de una alcantarilla. La rejilla de metal hace tiempo que desapareció, seguramente la robó alguien. Desliza primero las piernas y luego se deja caer. Cuando Pressia lo imita, sus zapatos resuenan con fuerza contra el suelo. Perdiz baja el último. Está oscuro y húmedo, con tantos charcos que ni se molesta en intentar esquivarlos; lo mejor es pasarlos por el medio sin más. Cada tanto oye animales, chillidos y gorjeos varios, y ve sombras correteando a su lado.
—Ahora en serio, ?por qué vamos por aquí abajo?
—?Has oído los cánticos? —le pregunta Bradwell.
—Claro —contesta Perdiz, que todavía los oye—. Pero no veo qué tienen de malo las bodas.
Bradwell se detiene, se vuelve y lo mira con los ojos entornados.
—?Las bodas?
Perdiz mira a Pressia.
—Tú me dijiste que…
—Puede que le haya dicho que los cánticos eran de una boda —le dice Pressia a Bradwell.
—?Y para qué le mientes sobre eso? —Bradwell la mira sin dar crédito.
—No sé. A lo mejor porque me gustaría que fuese verdad. Igual soy de esa clase de gente.
—Acto seguido, le dice al otro—: No es una boda, es una especie de juego, lo que la ORS entiende por deporte.
—Ah, entonces no es para tanto —dice Perdiz—. En la Cúpula también practicamos deportes. Yo he jugado de central en una versión de lo que antes se llamaba fútbol americano.
—Pues este es un deporte sangriento que se llama muertería y que la ORS utiliza para deshacerse de los más débiles de la sociedad. En realidad es la única modalidad deportiva que tenemos por aquí, si es que se le puede llamar así —le cuenta Bradwell, sin dejar de avanzar a toda prisa—. Consiguen puntos por matar a gente.
—Es mejor no cruzarse en su camino —le aclara Pressia, que luego a?ade, sin saber muy bien por qué, tal vez para darle dramatismo—: Tú valdrías diez puntos.
—?Solo diez? —se extra?a el puro.
—En realidad, diez es un cumplido —dice Bradwell volviendo la cabeza.
—Bueno, en tal caso, gracias. Muchas gracias.
—Pero si supiesen que eres un puro, quién sabe lo que te harían —comenta Pressia.
Siguen avanzando un rato en silencio. Perdiz va pensando en lo que le ha dicho Bradwell en la cámara frigorífica: ?Y sales. Así sin más. ?Y en la Cúpula se quedan tan tranquilos? ?No te está buscando nadie?? Claro que están buscándolo, y seguro que interrogarán a los chicos de la academia que lo vieron por última vez, y a los profesores tal vez, a cualquiera a quien haya podido confiarle algo. Lyda… No puede evitar preguntarse qué le habrán hecho.
Y ahí abajo hace un frío y una humedad horribles. Los charcos apestan y el aire está tan estancado y quieto… Perdiz no se queja, pero le sorprende la inquietud que lo embarga y lo aliviado que se siente cuando por fin Bradwell se detiene y dice: —Lombard. Tiene que estar justo por aquí encima. ?Preparados?
—Listo —contesta Perdiz.
—Un momento. Prepárate para lo peor.
?Tan ingenuo parece?
—No te preocupes.
—Lo único que digo es que no te hagas muchas ilusiones.
Pressia lo mira de un modo que Perdiz no sabe bien cómo interpretar: ?Siente compasión por él? ?Está un poco enfadada, o intenta protegerlo?
—No me hago muchas ilusiones —dice, aunque sabe que es mentira.
Quiere encontrar algo, si no a su madre, al menos algo que lo lleve hasta ella. De no encontrar nada, no tendrá adónde ir. Habrá escapado sin razón alguna y sin remisión. Bradwell le ha dicho que vuelva a casa, a la Cúpula con su papaíto. Pero eso ya no es posible, ?no? ?Podría acaso volver a las clases de Glassings sobre historia mundial? ?Podría salir con Lyda y comunicarse con ella mediante el puntero láser de Arvin en el césped comunal? ?Lo anestesiarían y lo cambiarían para siempre? ?Se convertiría en un alfiletero? ?Lo intervendrían? ?Le injertarían una tictac en el cerebro?
En la apertura hay una vieja escalerilla oxidada para subir, pero Perdiz salta, se agarra del borde de cemento por encima de la cabeza y se impulsa para subir igual que hizo por los túneles que llevaban al sistema de filtrado del aire. Parece que han pasado a?os.
En la superficie hubo en otros tiempos una fila de casas que ahora, sin embargo, están derruidas, son tan solo un cúmulo de escombros y cascotes. En el suelo hay un poste de una farola que parece un árbol alcanzado por un rayo, achicharrado y tirado, junto a los chasis de dos coches destripados. En la esquina ve el campanario de la iglesia de la que Bradwell ha hablado. El templo se vino abajo y el campanario con él; ahora sobresale, algo retorcido, sin apuntar ya al cielo como la Cúpula.
—Hemos llegado —les informa Bradwell sin mudar el rostro—. Lombard.
Perdiz diría, no obstante, que en su tono hay cierta alegría o al menos satisfacción.
Una brisa levanta el polvo de ceniza pero Perdiz no se cubre la cara. Avanza por la calle unos pasos. Se siente perdido mientras recorre los restos con la mirada. ?Qué espera encontrar? ?Algún vestigio del pasado? ?La aspiradora? ?El teléfono? ?La se?al de un hogar? ?A su madre en una tumbona leyendo un libro y esperándole con limonada recién hecha?
Pressia le toca el brazo.
—Lo siento.
El chico la mira y le dice:
—Tengo que ir al ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard. —Entra en una especie de piloto automático—. El ciento cincuenta y cuatro.
—?Cómo? ?Estás de broma? —se mofa Bradwell—. No hay ningún ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard porque no hay calle Lombard que valga. ?Es que no lo comprendes? ?Ha desaparecido!
—Tengo que ir al ciento cincuenta y cuatro de la calle Lombard —repite Perdiz—. ?Tú no lo entiendes!
—Sí que lo entiendo —replica Bradwell—. Vienes a un sitio que ha saltado por los aires a mezclarte con miserables deformes y te crees que mereces encontrar a tu madre porque sí. Crees que tienes derecho porque has sufrido ?cuánto? ?Un cuarto de hora?