Puro (Pure #1)

Pressia está esperando sentada en el borde de su camastro. No sabe bien el qué. Le han dado su propio uniforme verde y le queda bastante bien. Los pantalones tienen pinzas y los bajos plegados hacia fuera. Cuando anda, el dobladillo le va cepillando las botas, que son pesadas y rígidas; mueve los dedos por dentro. Los calcetines son de lana, muy cálidos. No echa de menos los zuecos; nunca se lo diría al abuelo pero le encantan esas botas, unos zapatos fuertes que te mantienen en pie.

Le avergüenza admitir lo bien que le sienta todo, unas ropas cálidas y de su talla. El abuelo le contó que sus padres le hicieron una foto en su primer día de guardería vestida con el uniforme de la escuela, junto a un árbol del jardín de la entrada. Este uniforme la hace sentir segura, protegida: forma parte de un ejército, tiene refuerzos. Y se odia por esa innegable sensación de unidad. Detesta realmente la ORS, pero su oscuro secreto, el que nunca admitiría delante de nadie —y menos aún delante de Bradwell—, es que le encanta el uniforme.

Lo peor de todo es el efecto mágico que produce el brazalete que lleva sobre el resto de los chicos del cuarto. Tiene cosido un emblema de una garra negra, el símbolo de la ORS, el mismo que hay pintado en los camiones, en los comunicados, en todo lo oficial. La garra significa poder. Los ni?os se quedan mirándola igual que a su pu?o de cabeza de mu?eca, como si una cosa fuese incompatible con la otra. Detesta que el uniforme le impida ocultar el pu?o de mu?eca porque la manga le llega justo por encima. Pero, con el poder que le da el brazalete con la garra, casi le da igual. De hecho, siente el inexplicable deseo de susurrarles que si también ellos tuviesen la suerte de tener pu?os de mu?eca conseguirían lucir el brazalete de la garra. Es una mezcla retorcida de orgullo y vergüenza.

Otra cosa que le abochorna es haber comido tan bien. La cena de anoche y el desayuno de esa ma?ana se los han traído en una bandeja. Las dos veces había una especie de sopa oscura, un caldo aceitoso con varios trozos de carne flotando e incluso cebolla: un remolino grasiento, en definitiva. Y dos picos de pan, una buena cu?a de queso y un vaso de leche. Leche fresca… no lejos de allí tiene que haber vacas que dan leche. Comer ha supuesto para ella una especie de rendición, como si estuviese traicionando todo aquello en lo que cree. Pero si va a salir al exterior va a necesitar toda la energía posible. Así es como ha acabado justificándoselo a sí misma.

Al resto de chicos les han dado pan, unas lonchas finas de queso y un tazón de agua turbia. Todos la han mirado con recelo y envidia.

Ninguno de los reclutas dice nada. Pressia se da cuenta de que los han castigado por eso. Pero se pregunta si para ella hay unas reglas distintas. Es la primera vez en su vida que siente que está teniendo suerte. ??Chica afortunada!?, le había dicho Il Capitano. ??Chica afortunada!? Sabe que no debe fiarse de nada. El trato especial está relacionado con el puro. No hay otra explicación, ?verdad? Si no, ya la habrían convertido en blanco humano y la habrían matado. Sin embargo, sigue sin estar muy claro qué es lo quieren exactamente de ella.

Cuando la guardia echa un vistazo por el cuarto y se va, Pressia se atreve a romper el silencio:

—?Qué es lo que estamos esperando?

—Sus órdenes —susurra el tullido.

Pressia no sabe dónde ha conseguido el chico esa información, pero parece fiable. Ella espera comenzar la instrucción: la instrucción para oficial.

La guardia aparece en la puerta, dice un nombre —Dreslyn Martus— y uno de los chicos se levanta y la sigue.

No vuelve.

Va trascurriendo el día. Pressia piensa de vez en cuando en el abuelo; se pregunta si se habrá comido la fruta esa extra?a con la que la mujer le pagó sus servicios. Se acuerda también de Freedle: ?le habrá engrasado los engranajes? Piensa en las mariposas de la repisa: ?las habrá usado en el mercado? ?Cuántas le quedarán?

Intenta imaginarse a Bradwell en su próxima reunión. ?Pensará en ella en algún momento? ?Se preguntará al menos qué ha sido de ella? ?Y si llega el día en que sea la oficial que irrumpa en una de esas reuniones? él no ha venido a rescatarla, y tendría así la oportunidad de entregarlo; aunque le dejaría ir, claro, y él le debería su libertad. Lo más probable es que no volviesen a verse.

Oye disparos a lo lejos e intenta deducir si siguen algún tipo de patrón pero no descubre ninguno.

Piensa también en la comida, desde luego. Espera que haya más. Son desazonadoras las ansias que tiene de que la cuiden. Si consigue que la cosa cuaje allí, tal vez se convierta en oficial y logre protección para el abuelo. Podría hasta salvarlo, siempre que se salve antes a sí misma.

—Pressia Belze. —La guardia está una vez más en el umbral de la puerta.

Se levanta y la sigue fuera del cuarto. Todos se quedan mirando cómo se va. Una vez en el pasillo la centinela le dice:

—Te han invitado a participar en El Juego.

—?Qué juego? —pregunta Pressia.

La guardia la mira como si quisiera pegarle con la culata del rifle, pero Pressia va a ser oficial, lleva el brazalete con la garra.

—No estoy segura —le informa la guardia. Y Pressia comprende que está diciendo la verdad, que no lo sabe porque nunca la han invitado a jugar a El Juego.

A continuación la conduce por un pasillo hasta el otro lado de una puerta trasera, donde se queda esperando en el frío. Es media ma?ana. A Pressia le sorprende constatar que ha perdido toda noción del tiempo.

Colina abajo hay un bosque calcinado y asolado por las Detonaciones. Le parece estar viendo la postal fantasma del lugar tal y como era en otros tiempos, con árboles altos, pájaros cayendo en picado y hojas susurrando.

—Tuvo que ser bonito en el Antes —comenta.

—?Qué? —gru?e la guardia.

A Pressia le entra vergüenza: no tendría que haberlo dicho en voz alta.

—Nada.

—Allí abajo. ?Lo ves? —le pregunta la guardia.

En la sombra, Pressia divisa a Il Capitano. Desde lejos parece un jorobado, con su hermano Helmud a la espalda. Se ve brillar la punta de un puro encendido. Va con un rifle en el pecho que lleva cruzado sobre sí mismo y Helmud.

—?El Juego se hace aquí fuera?

?Qué esperaba?, ?una partida de cartas? Una vez el abuelo le explicó el juego del billar: las bolas de colores, las carambolas, las troneras de las esquinas, los tacos.

—Sí, aquí fuera.

A Pressia no le hacen gracia ni los bosques ni los matorrales.

—?Cómo se llama este juego? —pregunta Pressia.

—El Juego.

A Pressia no le gusta la forma en que lo dice, pero procura disimular su nerviosismo.

—Muy original, como ponerle Gato de nombre… a un gato.

La mujer se la queda mirando un instante, inexpresiva, y luego le da un chaquetón que llevaba echado en un brazo.

—?Para mí?

—Póntelo.

—Gracias.