—Ahora sí, chicos, a la cama.
Esta vez no opusieron resistencia. Los acompa?é a la habitación de invitados y los dos se acostaron en la misma cama. Justo antes de apagar la lamparita de noche, reparé en los papeles que Leah había dejado encima de la mesilla. Los cogí y me los llevé a la terraza. Me encendí un cigarro y los miré. Uno a uno. Despacio. Fijándome en las espirales que llenaban la primera hoja; un dibujo mecánico y sin sentimiento, justo como lo que yo me dedicaba a hacer. Pasé un par de ellos más sin mucho interés hasta que uno me llamó poderosamente la atención. Expulsé el humo de golpe y le di la vuelta a la hoja cuando comprendí que, visto en horizontal, esas líneas temblorosas formaban el perfil de un rostro. Estaba dibujado a carboncillo.
Las lágrimas negras se deslizaban por las mejillas de la chica que se había quedado congelada para siempre en ese papel, y hubo algo en su expresión que me resultó enternecedor dentro de la tristeza. Deslicé la punta de los dedos por las lágrimas y las emborroné un poco hasta convertirlas en manchas grisáceas. Y después aparté la mano como si quemase, porque yo no pintaba así, para expresar nada íntimo, no funcionaba de esa manera para mí.
14
LEAH
Llevaba meses sintiéndome egoísta e inútil, incapaz de avanzar, pero no sabía cómo cambiarlo. Un día, con los ojos hinchados y rojos de tanto llorar, me vi poniéndome un chubasquero para evitar que el dolor pudiese mojarme y, de algún modo, entendí que la felicidad, la risa, el amor y todas las cosas buenas entre las que había vivido siempre tampoco podrían tocarme.
Una vez leí que los sentimientos tienen cierta mutabilidad: es posible que el dolor se transforme en apatía, por ejemplo, y que se manifieste de una manera diferente, a través de otras sensaciones. Yo había provocado eso, había logrado que mis emociones permaneciesen agarrotadas, congeladas, a un nivel que me resultaba soportable de manejar. Y sin embargo…, Axel había agujereado mi chubasquero en menos de tres semanas. Lo había temido desde el principio; tanto, que no quería volver a su casa, a ese sitio tan suyo que hacía que me sintiese acorralada.
Supongo que aún estaba pensando en eso cuando la última noche antes de volver a marcharse Oliver me propuso cenar una pizza y ver una película. Mi primer impulso fue decir ?no?. El segundo impulso fue salir corriendo para encerrarme en mi habitación. Y el tercero…, el tercero habría sido algo parecido si no hubiera sido porque las palabras de Axel sobre el esfuerzo que estaba haciendo mi hermano por mí se repitieron en mi cabeza. Me tembló la voz cuando pronuncié un ?sí? bajito. Oliver sonrió, se inclinó hacia mí y me dio un beso en la frente.
MARZO
(OTO?O)
15
AXEL
Leah volvió. Y con ella, la puerta cerrada, el silencio en casa y las miradas esquivas. Pero había algo diferente. Algo más. No se levantaba corriendo en cuanto terminaba de cenar, sino que se quedaba sentada un rato, arrugando distraída la servilleta entre los dedos, o se ofrecía para fregar los platos. A veces, por las tardes, mientras merendaba alguna pieza de fruta apoyada en la encimera, miraba el mar a través de la ventana; ausente, perdida.
Esa primera semana le pregunté tres veces si quería venir conmigo a surfear, pero rechazó la oferta y, después de lo que había ocurrido la última vez, no la forcé. Tampoco dije nada cuando la gata tricolor que venía a visitarme a menudo se pasó por allí y Leah estuvo dispuesta a darle las sobras de la cena. Ni cuando el primer sábado por la noche, tumbado en la hamaca, oí sus pasos a mi espalda. Había puesto el tocadiscos y, no sé por qué, pensé que los acordes de la canción se habían enredado en su pelo y la habían empujado hacia la terraza paso a paso, nota a nota.
—?Puedo quedarme aquí?
—Claro. ?Quieres té?
Negó con la cabeza mientras se sentaba en los almohadones sobre el suelo de madera.
—?Qué tal la semana?
—Como todas. Normal.
Tenía muchas preguntas que hacerle, pero ninguna que ella fuese a querer responder, así que no me molesté en formularlas. Suspiré relajado, contemplando el cielo estrellado, escuchando la música, viviendo solo ese instante, ese presente.
—Axel, ?tú eres feliz?
—?Feliz…? Claro. Sí.
—?Y es fácil? —susurró.
—Debería serlo, ?no crees?
—Antes pensaba que lo era.
Me incorporé en la hamaca. Leah estaba sentada con las rodillas abrazadas contra el pecho; allí, bajo la oscuridad de la noche, parecía peque?a.
—Hay un error en lo que has dicho. Antes eras feliz precisamente porque no lo pensabas, ?y quién lo hace cuando tiene el mundo a sus pies?
Entonces solo vives, solo sientes.
Había miedo en su mirada.
Pero también vi el anhelo.
—?Nunca volveré a ser así?
—No lo sé, Leah. ?Tú quieres?
Tragó saliva y se lamió los labios, nerviosa, antes de tomar una brusca bocanada de aire. Me arrodillé a su lado, la cogí de la mano e intenté que me mirase a los ojos.
—No puedo… respirar…
—Ya lo sé. Despacio. Tranquila… —susurré—. Cari?o, estoy aquí, estoy justo a tu lado. Cierra los ojos. Tú solo piensa…, piensa en el mar, Leah, en un mar revuelto que empieza a calmarse, ?lo estás viendo en tu cabeza? Ya casi no hay olas…
Ni siquiera tenía claro qué estaba diciéndole, pero conseguí que Leah respirase más despacio, más relajada. La acompa?é hasta su habitación y algo se agitó dentro de mí cuando en la puerta me dio las buenas noches.
Compasión. Impotencia. Yo qué sé.