Apoyó un brazo en la barra de la cocina que nos separaba.
—Echo de menos a la chica que eras antes. Ya sabes, verte pintar, bromear contigo, esa sonrisa que tenías… Y no sé cómo, pero voy a conseguir sacarte de ahí, de donde quiera que estés, y traerte de vuelta.
No dijo nada más antes de meterse en la ducha, pero esas palabras fueron suficientes para conseguir que sufriese una leve taquicardia. Me quedé quieta, con la mirada fija en la ventana y una mano sobre el pecho, temerosa de que cualquier movimiento pudiese generar un terremoto y el suelo empezase a temblar bajo mis pies. No ocurrió. La calma fue casi peor.
La ausencia de ruido o caos. Solo eso, calma. De la que anuncia que la tormenta está cerca, o es una se?al de que estás en el ojo del huracán.
19
AXEL
Cuando hablé con Oliver por la noche, no le conté lo que había pasado esa tarde. Al colgar, me di cuenta de que apenas le estaba diciendo nada de lo que ocurría bajo ese techo en el que vivíamos, como si se hubiese convertido en un lugar cerrado, aislado, en el que las cosas solo tuviesen la importancia que nosotros queríamos darles. Y, pese a todo, Leah y yo nos entendíamos bien; podíamos enfadarnos y después cenar como dos personas civilizadas. O pasar días sin dirigirnos más que unas cuantas palabras y sin que resultase raro; de algún modo, nos acoplábamos, incluso a pesar de la tristeza que a ella la carcomía y de la desesperación que yo empezaba a sentir, porque si tenía un defecto en este mundo era la impaciencia.
Nunca había sido muy dado a esperar.
Recuerdo que, cuando era peque?o, deseaba comprarme un coche teledirigido y estuve insistiéndoles a mis padres durante días. Mi hermano se había empe?ado meses atrás en un juego de mesa de lo más aburrido que a mí me hacía poner los ojos en blanco solo al oír su nombre. Así que, siguiendo mi lógica infantil, una tarde cogí la hucha de mi hermano, saqué todo el dinero y volví a dejarla en su lugar sin que se diese cuenta. Mis padres me compraron el coche pensando que eran ahorros míos y lo disfruté jugando con Oliver por todos los caminos que había detrás de nuestras casas, poniendo trampas con piedras, troncos y hojas para ver si podía escalarlas. Durante muchas semanas, fui recogiendo el dinero que me ganaba portándome bien o haciendo las tareas de la casa y devolviéndolo a la hucha de Justin poco a poco. Cuando él se decidió a comprarse su capricho, yo le había vendido el coche, ya medio destrozado, a un chico de mi colegio y no faltaba ni un céntimo del dinero que había cogido.
Y la moraleja de toda la historia es algo así como ??Por qué esperar a conseguir algo ma?ana cuando puedes tenerlo hoy??.
En esos momentos la impaciencia me estaba matando.
Por Leah. Porque necesitaba verla sonreír.
Al día siguiente, cuando se levantó, me fijé en sus ojeras.
—?Una mala noche?
—Algo así.
—Quédate aquí. Descansa.
—?Me das permiso para no ir a clase?
—No. Eres mayor para saber si debes ir a clase. Pero si te interesa mi opinión, creo que hoy vas a perder el tiempo mirando la pizarra y sin enterarte de nada, porque parece que estés a punto de caerte al suelo. A veces es mejor recuperar fuerzas para coger impulso.
Leah volvió a acostarse. Yo estuve poco rato entre las olas antes de regresar a casa y prepararme un sándwich. Me senté delante de mi escritorio para intentar recuperar el trabajo que no había hecho el día anterior por ir a por ese caballete que ya estaba cogiendo polvo en la terraza trasera de mi casa. Anoté en un papel los plazos de entrega más próximos y lo clavé encima del calendario. Después adelanté algunos encargos hasta que Leah volvió a salir de su habitación casi a media ma?ana.
—?Has conseguido dormir?
—Sí, un poco. ?Queda leche?
—No lo sé, tengo que ir a comprar.
—Quizá…, quizá podría acompa?arte.
—Claro, me vendrá bien un poco de ayuda.
Eso y conseguir sacarla de allí, que le diese el aire al menos. Volví a concentrarme en el encargo más urgente mientras ella desayunaba sentada delante de la barra. Cuando terminó, para mi sorpresa, rodeó el escritorio y se inclinó sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo.
—?Qué es? —preguntó frunciendo el ce?o.
—La duda ofende, son las orejas de un canguro.
—Los canguros no tienen las orejas tan largas.
Asimilé que nuestra primera conversación trivial iba a girar en torno al tama?o de las orejas de los canguros. Le pedí que cogiese un taburete de la cocina y se sentase a mi lado. Codo con codo, extendí la vi?eta de dibujos delante de ella.
—La cosa va de que el Se?or Canguro tiene que explicarles a los ni?os por qué no está bien tirar basura al suelo, dejar el agua del grifo abierto o comer hamburguesas hasta reventar.
Leah parpadeó, todavía con una arruga en la frente.
—?Qué tiene que ver eso con sus orejas?
—Es un dibujo, Leah. La gracia está en hacerlo así. Ya sabes, un poco exagerado, como con los pies más grandes o los brazos de rata. Tampoco se ríen así en la realidad.
Se?alé los dientes blancos y brillantes que había dibujado en una de las vi?etas y vi cómo una sonrisa temblaba en los labios de Leah antes de extinguirse de golpe, como si se hubiese dado cuenta y diese marcha atrás.
Quise mantenerla a mi lado un poco más, porque la alternativa era ver cómo se encerraba en su habitación.
—?Qué opinas de mis dotes artísticas?
Ladeó la cabeza. Se lo pensó. Suspiró.
—Opino que desperdicias talento.
—Dijo la chica que ya no pintaba…
Ella me dirigió una mirada dura y yo sentí alivio al ver una reacción por su parte, una respuesta inmediata. Golpe y efecto. Quizá por ahí iba la cosa: coger una cuerda y tensarla, tensarla y tensarla más…
—?Y cuál es tu excusa? —replicó.
Alcé una ceja. Eso sí que no me lo esperaba.