No discute. En vez de eso, invoca el éter para crear un pesado y sólido escudo que se me ata al antebrazo izquierdo y nos ponemos en marcha.
Las bestias convergen hacia nosotros. Arturo clava a Excálibur en la tierra a mis pies y crea un pulso caliente de éter que se extiende en un círculo brillante. La onda los golpea a todos y los obliga a retroceder hacia las paredes de la cueva.
Los diablillos se recuperan los primeros y se lanzan hacia mí en una bandada aullante.
Son tres. Demasiado rápidos y ágiles para un solo ataque.
Demasiado lejos para la espada.
La raíz me crepita en los oídos, viva y preparada.
Abro el núcleo de mi pecho y grito. Las llamas me salen de la boca en una bola rodante y explotan en la cara del primer diablillo.
Grita, arde y estalla. Hay humo por todas partes. El segundo demonio se detiene y se aleja. El otro está bastante cerca. ?Te tengo?. Uso la fuerza de Arturo para saltar y le atravieso el escamoso vientre. Me cae encima una lluvia de éter verde y humo que me bloquea la visión.
Un rugido en la niebla. Un zarpazo como el hormigón me golpea en la cara y me obliga a retroceder. Me aplasta la nariz y la mandíbula. Me aprisiona. Me asfixia. Agito la espada en busca de un ángulo imposible con el que acertar al oso. No puedo respirar.
No puedo…
?Suelta la espada?.
Lo hago.
Arturo me empuja el hombro izquierdo hacia atrás y clava el canto del escudo en hueso y músculo. El oso se echa hacia atrás con un aullido furioso. El rey me levanta y empuja el escudo incrustado hasta que el oso toca el suelo. Ahora estamos encima.
Saco el brazo de las correas. Con ambas manos, hundo más el metal. El oso ruge de dolor. El metal golpea el hueso. La fuerza de Arturo es superior a lo que jamás habría imaginado. El oso infernal me da un zarpazo en el hombro derecho; la piel se me abre y grito.
Los sabuesos reaccionan al olor y se lanzan a por nosotros.
Los zorros inhalan el éter que flota en el aire y el humo se despeja con él.
—?Ahora usamos la espada?
Arturo me aleja del oso. Me tira al suelo para recoger a Excálibur.
Ruedo hacia atrás justo a tiempo para encajar la parte plana de la hoja entre las mandíbulas de un sabueso. Me tiembla el brazo.
No lo contengo. La saliva chisporrotea en la hoja y en mi mejilla.
Una lanza cristalina le atraviesa la cabeza. Levanto el cuello hacia atrás y busco el origen del ataque.
Sel está en la isla de la piedra con otra lanza preparada. La arroja. Empala al segundo sabueso. Salta de la roca a la orilla junto a mi cabeza, con los ojos puestos en los zorros y una bola de éter ya en cada palma.
—No vuelvas a hacerme algo así.
Antes de responder, un silbido agudo pasa junto a mi oído. La flecha de Tor le atraviesa a un zorro la garganta. Los otros legendborn avanzan, con las armas en alto para enfrentarse a los cuatro zorros. Nick salta en el aire y atraviesa con una espada de éter el lomo de un sabueso al aterrizar. La barrera de raíz ha desaparecido. No sé cómo.
Me levanto, pero ya no consigo sostener el peso de Excálibur con el brazo derecho. Soy incapaz.
??Usa la siniestra!?, grita Arturo.
—?Qué?
La cabeza de Sel se vuelve hacia mí.
—?Qué?
??La mano izquierda!?.
—?No soy zurda!
??Ahora sí!?.
Lanzo a Excálibur a la izquierda y el peso me resulta familiar.
Seguro.
El oso se lanza a por mí, enloquecido por el dolor. Sel se interpone con dos dagas extendidas.
Noto un movimiento a la izquierda. El demonio es rápido, pero mi manipulación de la sangre cobra vida y, por un segundo, soy igual de rápida.
Atravieso a Rhaz en las costillas rotas y la fuerza de Arturo me ayuda a empujar la hoja hacia delante y hacia dentro. El demonio agarra a Excálibur, pero la hoja le corta las manos. Lo levanto, como él hizo con Whitty. Veo cómo se retuerce y se resiste a la muerte, y me rio, un sonido alegre que se extiende por la cueva. Un sonido que se eleva por encima de los gritos de sus hermanos moribundos y que hace que Sel y los legendborn se vuelvan a mirarnos.
—?Qué eres? —ruge.
Tres voces le responden en un estruendoso coro.
—Soy una médium, nacida de la tierra. Soy una manipuladora de sangre, nacida de la resiliencia. Soy Arturo, ?despertado!
—Mi muerte no importa. Matarme no detendrá lo que está por venir. Hay más de los míos infiltrados —dice con voz ronca y se queda inerte en la espada—. La línea de Morgana se levanta.
—Deja que vengan. Los detendremos.
Suelta un profundo gru?ido y los ojos se le quedan en blanco.
Se derrumba y se funde alrededor de la espada hasta que no queda más que un chorro viscoso.
Me mantengo en pie, con la espada aún levantada, el pecho agitado y la sangre rugiendo en las venas. Todos los ojos se vuelven hacia mí. Nick. Sel. Greer. Cubiertos de sangre y jadeantes, con icor en los rostros y las ropas desgarradas. Montones de polvo de los isels a su alrededor.
Bajo a Excálibur y el cansancio se apodera de mí. Todo este poder, el de Vera, el de Arturo y el mío propio, es demasiado. Se me nubla la vista y la cueva me da vueltas. Nick se me acerca y Sel también. ?Para sujetarme antes de que caiga?, pienso.
Ahora que ha terminado, tal vez les deje.
Pero Arturo no ha terminado. Para él, esto no ha acabado.
Sin previo aviso, me agarra como a una marioneta, me da la vuelta hacia los legendborn de la cueva y ruge: —?Tanto tiempo ha pasado? ?No os arrodilláis ante vuestro rey?
Jadeo en el silencio tras mis propias palabras. Este no era el objetivo de la batalla. No es lo que debería ser. No soy yo.
?Tenía que destruir a los monstruos —grito—. Y lo hemos hecho. Pero esto no tiene nada que ver con los demonios. Esto es por ti?.
Lucho contra la voluntad de Arturo, pero no piensa ceder en esto. Exige obediencia. Pleitesía. Deferencia. Sobre todo después de la traición pública de Davis.
Por suerte, nadie se mueve.
Hasta que alguien lo hace.
—No —susurro, porque no quiero oírlo. Pero Sel habla de todos modos, con voz fuerte y clara.
—Y llinach yw’r ddeddf.
La línea es la ley.
Se arrodilla y agacha la cabeza. Pasa un segundo. Otra voz se eleva. La de Sarah.
—La línea es la ley.
Uno por uno, los otros también se inclinan y se arrodillan ante su rey. Ante mí. Tor se queda inmóvil mientras la conmoción y la furia le sacuden el cuerpo y le bloquean las piernas.
Arturo ruge por la insubordinación, pero a mí no me importa.
Me vuelvo hacia Nick, suplicante, pero no hay nada que hacer.
Sus ojos son dos caleidoscopios de emociones, giran tan rápido que no alcanzo a leerlos.
—No.
—Y llinach yw’r ddeddf. —En la última palabra, se le quiebra la voz y la desesperación le atraviesa los rasgos como un rayo.
Luego, una sonrisa. Peque?a, preocupada, triste.
—No.
Cambia de posición.
—No pasa nada.
—Por favor, no.
Pero Nick se arrodilla de todos modos y se inclina hasta que ya no le veo la cara.