El mapa de los anhelos

Me besa. Lo beso.

Nos besamos una y otra vez mientras nuestras manos encuentran los puntos débiles del otro. Y el suyo está duro, lo noto contra mi cadera. En realidad, todo su cuerpo me parece sólido, el tipo de lugar en el que desearía cobijarme los días en los que no sale el sol. Y es cálido, contrasta con la frialdad de mi piel.

—Will… —murmuro cuando su mano se desliza entre mis piernas.

—?Alguna objeción?

—No. Ninguna.

—Bien.

Pierdo la noción del tiempo. No sé cuántos minutos pasan mientras me acaricia de forma tan certera y precisa que tengo la sensación de que es mi propia mano la que lo hace. El placer trepa por mi cuerpo en oleadas peque?as que crecen hasta convertirse en un tsunami devastador que me golpea a su paso, y caigo sobre los brazos de Will como una mu?eca de trapo cuando el orgasmo termina. Me aferro a su cuello.

Luego, la calma da paso a una intensa necesidad. De él. De sentir que conectamos de todas las maneras posibles. De sus caricias y su mirada y su voz profunda y sus besos.

Me muevo hasta sentarme encima. Una de las cosas buenas de estar en un lugar tan peque?o es que Will apenas tiene que alargar el brazo para coger un preservativo. Eso y que tengo la sensación de estar metida dentro de la cáscara de un huevo, ajenos al mundo, solo esa vela temblorosa, él y yo.

Will intenta girarse, pero se lo impido. Me entiende cuando apoyo las manos en su pecho y se queda quieto, mirándome con la respiración entrecortada y las pupilas tan dilatadas que apenas se percibe el verde de sus ojos.

Quiero ser la que marque el ritmo. Y lo acojo despacio en mi interior; no dejo de contemplar su rostro entre las sombras mientras lo hago. Después, me muevo tan lentamente que puedo percibir su contención, la manera en la que encoge los dedos para no aferrarse a mi cadera y hundirse en mí con más fuerza, la forma en la que suspira impaciente. Aguanta unos cuantos minutos hasta que deja escapar un gru?ido de frustración.

—Me estás torturando —sisea.

—No es eso. Es que no quiero que se acabe… —confieso.

—Qué tontería, Grace. Pues volvemos a empezar. Ven aquí.

Se incorpora para apoyar la espalda en la pared y me rodea con los brazos. Sigo sentada encima de él cuando me besa apasionadamente y me encanta pensar que es el causante de que sienta un agradable hormigueo en los labios.

Me muevo sobre él más y más rápido.

Sus manos se aferran a mi cintura y me guían mientras su boca encuentra mi barbilla, un lunar, el lóbulo de la oreja y puntos erógenos que ni siquiera sabía que tenía. Y sé que está igual de cerca de acabar cuando su respiración se vuelve jadeante y, bajo mis manos, sus hombros se tensan. En cierto modo, somos tan solo piel, la suma de los centímetros que nos alejan y nos acercan, células muertas suyas y mías entremezclándose entre las sábanas de la cama, sexo y sudor y saliva o el preludio de un orgasmo. Pero, más allá de lo físico, puedo sentir que el vínculo que nos une se fortalece y todo, absolutamente todo alrededor, es morado: la caravana, nuestros cuerpos, cada beso. También es morado el placer que me atraviesa y el gemido que ahogo en el hueco de su garganta y el abrazo que Will me da mientras él se deja ir y termina, todo termina, todo se derrite alrededor.

No me suelta y yo tampoco a él.

—Quédate a vivir dentro de mí —susurro, y Will se ríe y me besa la nariz—. Lo digo en serio. Podríamos subsistir solo a base de sexo.

—Y comprar comida a domicilio pidiendo que la dejen en la puerta de la caravana; raviolis con medio kilo de queso, eso es justo lo que comería ahora mismo. El tema de la ducha no sería un problema, créeme. —Sonríe travieso—. En cuanto a lo demás…

—Bah. Detalles. —Me río.

Will me mira muy serio y dice:

—Me encanta oírte reír así.

—Es que me siento como si estuviese borracha.

—?Borracha de nosotros?

—Sí. —Le acaricio la mejilla.

Y nos quedamos entre el revoltijo de sábanas un rato más, hasta que Will necesita ir al servicio. El frío me invade cuando se levanta y desaparece. Entonces vuelven todas las dudas que había dejado atrás. Me gustaría que mi forma de procesar los pensamientos fuese secuencial, siguiendo una línea recta, pero la mayoría del tiempo es arborescente. Es decir, que las ideas se ramifican de forma infinita sin orden ni concierto. Cuando él regresa y se tumba a mi lado, apenas tarda un minuto en percibir que algo ha cambiado.

—?Qué ocurre, Grace?

—Nada.

—No más mentiras.

—Tienes razón —digo, y él entrelaza sus piernas con las mías—. Es que no sé qué me da más miedo cuando se trata de nosotros: si acercarme demasiado a riesgo de que me rompas el corazón o alejarme y rompértelo a ti.

—?Solo se te ocurren esos dos caminos?

—?Conoces un tercero?

—Nos ponemos un par de tiritas y seguimos adelante juntos.

—Juntos —repito saboreando la palabra.

Y Will se la lleva con la lengua cuando vuelve a besarme.





39


Will


En apenas media hora empezará a amanecer y Grace sigue entre mis brazos, desnuda y con los labios enrojecidos. En la vida hay momentos que son perfectos en su sencillez y este es uno de ellos. No tocaría nada. No cambiaría nada. Ni el techo deslucido que nos acoge ni esta cama que debe de ser el antónimo de la de una suite.

—Will.

—Dime.

—?Recuerdas el día que me ense?aste a conducir?

—Sí —murmuro contra su pelo.

—Esa granja en la que paramos… —Me tenso al instante y sé que ella ya conoce la respuesta que busca, pero aun así continúa—. ?Era tu hogar?

—Sí. Lo fue.

—?Y la fotografía?

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