El mapa de los anhelos

Su voz almibarada es una caricia.

—A veces sí, cuando pierdo el tiempo imaginando lo que ocurrirá el día que vuelvas a tomar las riendas de tu vida. No quiero ser la chica con la que te entretuviste mientras todo estaba en pausa. No sería justo que te entregase tanto, y tú, tan poco.

—Eso no es anticiparse. Eso es fantasear —protesta.

—?Sabes? No necesitaría ?fantasear? si tuviese alguna certeza. Mírate: tan inaccesible y distante que es imposible saber en qué estás pensando. Yo sí que puse las cartas sobre la mesa, y no fue fácil, pero el día de mi cumplea?os te confesé lo que sentía.

Will frunce el ce?o y se levanta lentamente.

—Creía que mis sentimientos eran evidentes.

—Pues resulta que no. Y aunque lo fuesen…

—Sigue —me pide.

—Me gustaría oírtelo decir.

La vela sigue consumiéndose y el aroma a cera nos envuelve. Se mueve hacia mí con su sigilo característico y coge mi mano antes de que entienda qué es lo que pretende. Aparta los dedos con delicadeza, posa la palma sobre su cuello y luego baja con lentitud hasta el centro del pecho. Deja mi mano ahí, sobre su corazón.

—?Sientes lo rápido que late? —pregunta, y yo asiento—. Es por ti. ?Entiendes lo que significa? Debería valerte más que un pu?ado de palabras, porque es real.

Se me aflojan las rodillas porque no es una declaración usual, pero sé que es la que Will necesitaba hacer y la que yo debía escuchar. Comprendo que cuando la confianza pende de un hilo las palabras pueden ser insuficientes. Pero esto es palpable. Es verdad.

—Grace… —Me suelta la mano para enmarcar mi rostro y mirarme fijamente a los ojos—. Eres la persona más especial que he conocido en toda mi vida.

Cierro los ojos no solo para mantener aguzados los demás sentidos, sino porque no quiero echarme a llorar. Nadie me había dicho antes algo tan sencillo y bonito; resulta casi mundano porque suena típico, pero creo que precisamente por eso me golpea con tanta fuerza, porque lo conocía en otros, lo conocía en películas y libros, pero no en mí. Todos merecemos ser especiales para alguien, poder brillar un poquito.

Se acerca más y me estrecha contra él con fuerza. Lo noto temblar hasta que el calor de este abrazo crece entre nosotros y nos reconforta. Me aferro a sus hombros, hundo la nariz en su cuello y nos mecemos durante un largo minuto.

—?Quieres saber cuándo supe que ibas a ser un problema? —susurro que sí contra su piel, incapaz de apartarme de él—. Cuando leí aquel papel en el que escribiste las cosas que te gustaban. Lo hice aquí, también de madrugada. Y al llegar al final, cuando cambiaste de presente a futuro, pensé: ?Mierda, me voy a enamorar?.

—Qué bonito. ?Mierda? y ?enamorarse? en una misma frase.

Siento la risa suave de Will en la mejilla derecha y me encantaría que el vibrante sonido se quedase para siempre entre los diminutos poros de mi rostro.

—Una composición poética.

—Dime más. Un poco más —le pido, y él vuelve a reír.

—Comprendí que deseaba hacer contigo todo lo que habías escrito. Ense?arte las constelaciones. Caminar por las calles de Viena al atardecer. Coger un tren sin saber en qué estación bajar. Y verte volver a patinar sobre hielo sin pensar en nada, nada, nada.

Me aparto para mirarlo a los ojos.

—?Te lo aprendiste de memoria?

—Sí. Lo he leído muchas veces.

Mi corazón cambia de marcha sin previo aviso.

—Quédate quieto. No te muevas.

Alzo la mano y acuno su mejilla despacio. Will entrecierra los ojos, pero no aparta la vista. Deslizo la punta de los dedos por el arco de sus cejas, cruzo el puente de su nariz y llego hasta su boca. Todavía pienso que hay algo orgulloso en su expresión, incluso cuando se muestra complaciente, pero esa contradicción lo hace más humano. Y quizá sea precisamente lo que tanto me atrajo de él desde el principio: que al mismo tiempo sea tan real y difuso, tan frágil y fuerte, tan melancólico y vivaz, tan sencillo y complejo. Supongo que todos somos una mezcla inclasificable, un batiburrillo de cosas, una cajonera llena de trastos que desafía fervientemente las etiquetas.

Trazo el contorno de su boca altiva, el labio superior que se alza cada vez que sonríe a medias, como si luchase consigo mismo por no hacerlo. Y esa curva es la belleza, no tengo dudas. Esa curva existe para ser besada.

Me pongo de puntillas para poder hacerlo.

Es apenas un roce, pero Will deja escapar un jadeo ronco y decide que ya ha permanecido demasiado tiempo sin moverse. Su lengua encuentra la mía y bailan juntas durante unos segundos mientras nosotros nos movemos por la caravana. Tiro del borde de su camiseta hasta que él advierte lo que pretendo hacer y me ayuda a quitársela por la cabeza. Presiono las manos contra su tripa, el ombligo, el pecho, las costillas, y subo hasta palpar los huesos de la clavícula y ver de cerca la nuez de su garganta.

Doy un paso atrás y también me quito mi camiseta. Llevo un sujetador sin aro y casi transparente. Lucho contra el impulso de cubrirme cuando él vuelve a acercarse. Me sujeta la barbilla con los dedos y la alza un poco antes de besarme. Es un beso distinto, uno húmedo e intenso que está destinado a arrollar cualquier otro pensamiento, excepto el hecho de que estamos aquí, ahora, desnudándonos más allá de la ropa. Y entiendo que, en ocasiones, para que alguien pueda encontrarte, antes hay que dejarse ver, bajar la guardia, abandonarse como la mujer de El beso. Es eso lo que hago, lo que no puedo evitar hacer, cuando su boca dibuja un camino por mi cuello y baja y baja hasta que siento el aliento cálido de Will contra la tela vaporosa del sujetador. Luego lo aparta y ya nada se interpone entre medias. Hundo los dedos en su pelo y pido más, más, más. Y él me lo da.

Caemos en la cama. Desabrocho el botón de sus pantalones mientras Will me quita los míos por los tobillos. Lo acaricio. Acariciar tiene mucho que ver con aventurarse en un cuerpo ajeno dispuesta a descubrir y memorizar. Y yo quiero hacer eso con Will.

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