El mapa de los anhelos

Veo la derrota en sus ojos.

—Está bien. Veamos… Me gusta la astronomía. —Hace una pausa y yo alzo una ceja—. Espera, déjame terminar. No solo me fascina la idea de lo desconocido e inalcanzable, también el hecho de que para volver a poner los pies en el suelo solo es necesario alzar la vista hacia el cielo durante un minuto o dos. Y todo vuelve a su lugar.

Le sonrío y, entonces sí, hay algo que fluye entre nosotros y empieza a crecer. La complicidad de lo diferente. La intimidad que encierran las palabras. Siempre me he preguntado cómo surgen los vínculos e imagino que debe de ser algo así: dos personas soldando piezas para formar una articulación flexible pero resistente.

Apoyo el codo en la barra y lo miro con diversión.

—Me gusta el amor del cine. Esas frases dichas en el momento perfecto, como ?siempre nos quedará París?, ?solo soy una chica parada delante de un chico pidiéndole que la quiera?, o cuando Sally le dice a Harry ?haces que sea imposible odiarte?. Me encanta porque las películas duran un par de horas, como mucho, y durante ese espacio de tiempo todo es idílico. Un poco más, solo un poco, y los protagonistas empezarían a discutir sobre quién tiene que bajar a tirar la basura o el precio de la factura de la luz.

Will se ríe. Y es una risa cálida que disipa el frío y me abraza.

—Estamos de acuerdo en eso.

—Ya me lo imaginaba. Sigue.

—Mmm. —Juguetea palpando una veta de madera de la barra con la yema del dedo índice—. Me gusta la pasta con queso. Mucho queso. Una cantidad tan ingente de queso que a la mayoría de la gente le daría asco verlo. También las tortitas con miel y frambuesas que hace mi madre. Y la purpurina, pero nunca se lo he dicho a nadie. Cuando era peque?o, una compa?era con la que iba a clase me dio un bote y me quedé durante horas tumbado en la hierba haciéndolo girar para ver como brillaba bajo el sol.

—Empiezas a parecerme interesante, Will Tucker.

—?Debería sentirme halagado por eso? —bromea.

Ignoro la pregunta porque no estoy segura de que sea el momento para contestar que todo depende de sus intenciones. Rebusco en los rincones más recónditos de aquello que suelo retener y, tras vacilar unos segundos, dejo que salga.

—Me gusta inventar conversaciones ficticias en mi cabeza. Lo hago todo el tiempo. Solo en el silencio alcanzo las palabras exactas, esas que nunca salen en el momento adecuado, como si se atascasen en algún lugar entre los pulmones y la garganta. Así que cuando las encuentro me permito decir todo lo que callo. Hablo con mi madre y le confieso que, aunque sé que es egoísta por mi parte, me decepciona ver cómo se va desdibujando hasta desaparecer. O el hecho de que a veces olvide que no solo tuvo una hija y que yo sigo aquí, viva. A mi padre le digo que es un cobarde y que, cuando lo miro, tengo la sensación de estar delante de un completo desconocido. A los dos les recuerdo que no soy invisible. En general, mentalmente hablo muy a menudo con los miembros de mi familia y de vez en cuando con el resto del mundo. Puede que algún día también lo haga contigo.

Will se muestra tan serio y afectado que, en un primer momento, me arrepiento de haberle confesado algo tan profundamente mío. Quizá le parezca ridículo viniendo de alguien que tiene veintidós a?os. O puede que en realidad le dé igual, como al resto del mundo. De pronto, me entran ganas de buscar refugio en el licor de cerezas que antes he apartado a un lado, pero la suavidad de su voz me frena.

—Si algún día sientes el impulso de decirme algo, preferiría que lo hicieras en la vida real. Ya sabes, para poder preparar una réplica a la altura.

Supongo que mi sonrisa puede verse desde el espacio.

—Lo tendré en cuenta, Will.

—Will ?sin apellido?, es todo un avance.

—Creo que esta noche te lo has ganado.

él sacude la cabeza y se pone en pie. Capto la indirecta: la velada ha llegado a su fin. Me abrocho el plumífero y lo espero mientras comprueba las luces. Luego nos azota el aire gélido porque la primavera no está dispuesta a dar tregua.

—Te llevo a casa —dice Will.

—No me importa ir caminando.

—Es un buen paseo y estás helada.

—El frío es bueno para la piel, lo oí en un documental soporífero sobre la vida en los países nórdicos y su manera de relacionarse…

él abre la puerta cuando llegamos al coche y me mira.

—?Subes o no?

—Si insistes…

Lo veo sonreír, pero no dice nada. La canción Don’t Forget About me nos acompa?a por las calles de Ink Lake hasta que aparca enfrente de casa. Contemplo la fachada que a?os atrás debió de ser moderna y que ahora se ha quedado anticuada.

—?Te importa avanzar un par de manzanas? Mi abuelo vive un poco más adelante y prefiero dormir en su casa esta noche. Está de viaje, pero tengo las llaves.

—Como quieras.

—?Tú vives solo?

—Sí.

—?Dónde?

—En el parque de caravanas.

—Vaya.

—?Decepcionada?

—Solo sorprendida.

En el otro extremo de la ciudad, justo al lado de mi hamburguesería preferida, algunas caravanas permanecen estacionadas como viejas piezas de Lego que un ni?o olvidó al hacerse mayor. Es la zona más deprimente de Ink Lake. Nadie quiere vivir dentro de una caja de zapatos en un lugar donde abundan los huracanes y las tormentas.

—?Por qué te sorprende?

—Porque tienes un coche que vale mucho más que el sitio en el que vives.

—Fue un regalo. El coche, digo.

—?De quién?

—De mis padres.

—?Y no se plantearon comprarte una casa en lugar de un…?

—Haces demasiadas preguntas, Grace —me corta sin molestarse en disimular para cambiar de tema, y gira el volante—. ?Es por aquí?

—La casa de la esquina.

No apaga el motor al llegar.

—?Estarás bien? —pregunta.

—Sí. —Me desabrocho el cinturón y tomo aire—. Gracias por el empujón de esta noche. No tenías por qué hacer todo eso, pero lo has hecho.

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