Pues, veamos, alrededor de los quince a?os no solo abandoné el patinaje sobre hielo, también empecé a mostrar cierta apatía por lo académico. Nunca he entendido el método de evaluación. Nunca se me ha dado bien prestar atención cuando algo no me interesa. Y nunca he conseguido formar parte de ese sistema estándar.
Mis intereses siempre han sido obsesivos, aunque limitados en el tiempo. Hace un par de a?os me dio por leer autores rusos y no hice otra cosa durante dos meses: desde León Tolstói, pasando por Dostoyevski, hasta Nikolái Gógol. Tuve una época en la que me obsesioné con Georgia O’Keeffe. Y a raíz de aquello quise dedicarme al arte, pero, para cuando conseguí reunir todos los materiales (pinturas, un caballete que me dejó un amigo de mi padre, un par de lienzos, aguarrás y demás), ya me había aburrido de la idea en sí misma.
En cualquier caso, aunque hubiese sido una alumna brillante, jamás me habría marchado de Nebraska mientras mi hermana estuviese aquí.
—?Queda ron? —pregunta Tayler.
—Mira a ver si hay en la cocina —contesta alguien con desgana.
—?Me acompa?as?
Asiento y salimos del salón. La cocina es peque?a y hay una pareja dándose el lote al lado de la nevera. Tayler prepara dos vasos de ron con refresco de cola y, al final, los tortolitos se marchan, imagino que a una habitación en busca de privacidad.
Contemplo los brazos musculosos de Tayler, la barba de dos días, el aro plateado que cuelga de su oreja derecha y la permanente sonrisilla de chico malo que arquea sus labios. Es atractivo, pero no de una manera tan obvia como Will. Aunque iba tres cursos por delante de mí, igual que Lucy, sé que en el instituto las chicas lo idolatraban como si fuese un cantante de rock, porque era popular y peligroso; pero, ahora que han pasado más de siete a?os desde que él cerró esa etapa, más bien parece una de esas estrellas que apuntaban alto y al final se quedaron tan solo en el intento.
Creo que es porque, tras la fachada, no tiene nada que ofrecer. Y eso a los quince quizá no te importe. Pero a los veintitantos resulta decepcionante.
—Oye, Tayler.
—Dime, nena.
—Si te pidiesen que escribieses en un papel qué cosas te gustan de la vida, ?qué te viene a la mente?
Estoy sentada sobre la encimera cuando se acerca con una sonrisa de las suyas, bebe un trago largo y posa una mano a cada lado de mi cuerpo.
—Tú, evidentemente.
—Ya, claro. —Suspiro con resignación hasta que otra duda me asalta—. ?Y qué se supone que es lo que tanto te gusta de mí?
—Pues… tu culo. Y tu cara.
—Mira qué bien, por delante y por detrás. Soy una chica afortunada.
—No mereces menos. —Me besa.
Está claro que no ha captado la ironía y se muestra confundido cuando me aparto y apoyo las manos sobre sus hombros para mantener la distancia.
—En serio, intenta pensarlo, Tayler.
—?El qué? —Coge su vaso.
—Lo que te he dicho: qué cosas te gustan de la vida.
Resopla como si la conversación le resultase de lo más absurda, y quizá lo sea, pero necesito averiguar si el resto del mundo también se siente igual de anestesiado.
—Pues no lo sé… —Se revuelve el pelo—. Me gustan las motos. Y los coches. Y la marihuana. Lo típico, supongo. También ese programa que ponen por la tarde, el de las parejas desnudas en la isla desierta. Y la comida picante.
Dejo de prestarle atención cuando el tema deriva hacia el concurso televisivo, aunque me bebo el ron a sorbitos peque?os mientras lo observo. Puedes mirar a alguien sin verlo de verdad, créeme. Todos lo hacemos constantemente.
Una hora después, o quizá dos, rechazo ir con Tayler a su casa y me marcho sola de la decadente fiesta. Me subo la cremallera del plumífero morado hasta arriba, pero el frío se manifiesta punzante en mis piernas solo cubiertas por unas medias finas. No he traído la bicicleta porque Tayler me recogió con la moto, así que avanzo a trompicones por las calles desiertas y oscuras de Ink Lake. Creo que estoy bastante borracha.
Probablemente por eso me desvío del camino. Y la luz tras la puerta me anima a acercarme. Soy como una polilla en una noche de verano dando vueltas alrededor de una farola hasta que, al final, me decido a entrar en el local donde trabaja Will.
10
Dejarse ver
Si tuviese que escenificar la canción que suena en el interior de Zinrock, lo haría mostrando un cementerio de elefantes bajo el tórrido sol. Es agónica pero absorbente. Igual que el local. Reina en su interior cierta decadencia que en lugar de resultar antiestética le da un toque singular, con la madera oscura y el titilar de las luces tenues reflejándose en las botellas de vidrio que llenan las estanterías que hay tras la barra.
Y justo ahí se encuentra Will, secando una copa con aire distraído.
El tipo de los tatuajes al que conocí semanas atrás está a su lado y es el primero en girarse hacia mí. Sonríe abiertamente al verme. Resulta evidente que están a punto de cerrar porque las mesas están vacías y ellos ya casi han terminado de recoger.
—Mira a quién tenemos aquí…
—?Grace? —Will me mira.
—La misma. ?Aún servís copas?
El otro chico le da un codazo a Will antes de reírse y cerrar la caja registradora con un golpe seco. Se encoge de hombros y deja un manojo de llaves encima de la barra.
—Me da que esto va para largo, así que cierra tú. Recuerda apagar las luces —le comenta antes de fijar la vista en mí, que acabo de acomodarme en uno de los taburetes de madera que forman una fila irregular—. Por cierto, me llamo Paul. Encantado.
—Lo mismo digo.
Asiente con la cabeza, se pone una cazadora de cuero desgastada y sale del local. Después, cuando nos quedamos a solas, la intimidad del momento empieza a resultar perturbadora. O puede que, en realidad, lo imagine debido a mi estado. Todo eso de que la bebida desinhibe es cierto. En ocasiones, casi puedo sentir el líquido deslizándose lentamente por la garganta como lava fundida y bajando más y más. Creo que, en algún instante, los sentimientos se me escaparon del corazón y se alojaron en el estómago.
Will seca un último vaso antes de mirarme.