—Lástima, ahora que había comprado un ca?ón de espuma…
—Eres incorregible, Grace.
—Yo también te quiero.
Tras colgar, bajo a la cocina en busca de algo para picar. No hay gran cosa en la nevera ni en la despensa. Encuentro a mi madre sentada en el sofá con los ojos fijos en el televisor. Está viendo un concurso en el que varias parejas desnudas compiten por sobrevivir en una isla desierta.
—Qué interesante. —Ella se encoge de hombros—. ?Vamos al supermercado? No hay leche ni mantequilla ni cereales. No hay apenas nada, en realidad.
—Lo siento. —Parece un poco aturdida—. ?Necesitas dinero? ?Has vuelto a perder el trabajo? Mi monedero está en la habitación, cari?o.
—Tengo dinero. ?Quieres que te compre algo?
Mamá niega con la cabeza e intenta sonreírme.
—Si ves a Olivia, salúdala de mi parte.
—Claro.
Diez minutos más tarde, pedaleo con fuerza calle abajo. No dejo de pensar en el mensaje que recibí ayer de Will: ?El siguiente paso del juego: piensa en las cosas que te gustan y escríbelas en un papel?. Algo raro en mí, obedecí al instante. Me senté en el escritorio, cogí un papel y… ya está. Estuve más de una hora mirando por la ventana con la hoja en blanco delante y, al final, lo único que fui capaz de escribir fue: ?Me gustan las golosinas que tienen picapica?. Así que terminé rompiendo el folio en pedacitos muy peque?os que tiré a la papelera antes de meterme en la cama.
Siempre me ha fascinado la palabra ?anhedonia? porque es delicada, pero expresa algo trágico: la incapacidad para sentir placer. ?Y si es eso lo que me sucede? ?Y si estoy empezando a percibir los primeros síntomas? No recuerdo la última vez que me sentí satisfecha y en ocasiones no presto atención al fondo emocional de las cosas.
Quizá eso explique lo que ocurrió con Olivia. Debería haber insistido en hablar con ella otra vez después del malentendido. Debería haberla llamado días más tarde. Debería haber encontrado otra manera menos dura de mostrarle la realidad.
Sin meditarlo demasiado, me desvío por un camino más largo para pasar por delante de su casa. Es una propiedad de tama?o medio con un jardín cuidado. Sé que ahora mismo Olivia no se encuentra dentro, sino a muchas millas de distancia, en Colorado. Nunca llegué a contarle a mi madre que el a?o pasado le concedieron una beca para realizar el curso de dise?o de moda que llevaba tanto tiempo deseando hacer.
Se marchó, igual que el resto.
Me alejo en cuanto percibo movimiento tras el ventanal de la cocina. Conozco bien la disposición de la casa porque era el lugar donde me refugiaba por las tardes cuando el abuelo trabajaba y mis padres estaban con Lucy en el hospital.
Vuelvo a pedalear.
Siempre me gustó el término ?mejor amiga?. Tiene ese encanto infantil que hace que suene tierno, pero también un poco ridículo a partir de cierta edad. Cuando era peque?a y Olivia me llamaba así delante de las demás ni?as de la clase o de sus padres, sentía que se me hinchaba el pecho de alegría. No era solo una amiga, sino la mejor, la más especial, la que elegía en primer lugar para hacer un trabajo en parejas.
Conseguía que no me sintiese invisible.
Supongo que por eso no me importaba que fuésemos tan distintas. Mi abuelo decía que le ocurría lo mismo con sus amigos de juventud: habían tomado caminos diferentes, ni siquiera vivían en la misma ciudad, pero sabía que si necesitaba algo lo tendría con tan solo levantar el teléfono. Siempre me ha encandilado esa fidelidad anidada, como ocurre con la familia: a veces el cari?o va más allá de las cosas que tienes en común con alguien.
Pero hasta los lazos más prietos pueden romperse.
Antes de llegar al supermercado, paso por delante del local donde trabaja Will, que a estas horas permanece cerrado. ??Lo he hecho con la esperanza de verlo de refilón??. Prefiero no saberlo, así que aparto ese interrogante antes de continuar.
Compro lo básico porque tiene que caberme en la mochila y después regreso a casa recorriendo las mismas calles y los mismos parques, parando delante de los mismos semáforos y cruzándome con la misma gente.
Mi vida es monocromática.
A las diez de la noche he conseguido meterme en un vestido diminuto y ajustado que en realidad no me gusta y que combino con deportivas porque nunca he podido llevar zapatos de tacón más de quince minutos seguidos.
Estoy sentada sobre el regazo de Tayler. él fuma marihuana, dice algo sobre los increíbles neumáticos de su moto y me abraza por la cintura.
Hemos venido a la fiesta que un conocido celebra en su casa. No sé su nombre, pero sí que la chica que está sentada a la derecha se llama Mia y trabaja de camarera en mi hamburguesería preferida, la que está casi a las afueras de la ciudad. Y a la izquierda, Nelson y Rick se ríen por algo que no llego a escuchar. Todos, incluidas las otras personas que nos rodean, son amigos de Tayler. No hay rastro de Sebastien y, sinceramente, es un alivio porque su presencia siempre me incomoda. En resumen, somos los integrantes oficiales del club de los perdedores, aquellos que nunca logramos extender las alas en busca de nuevos horizontes. Cada uno tuvo sus razones, supongo. Mia se quedó embarazada a los dieciséis, Rick es feliz trabajando en la granja de sus padres, Nelson tuvo una lesión y perdió su beca deportiva y en cuanto a Tayler… sospecho que prefiere reinar en un territorio peque?o en lugar de no ser nadie en cualquier otro sitio.
?Y cuál es mi excusa?