—Para mí un café, gracias —digo.
El silencio nos rodea hasta que Will lo rompe con un leve carraspeo. Luego, murmura entre dientes: —La 44, tengo veinticinco a?os y me gusta el queso.
—Si hasta puedes ser simpático…
Will sonríe mientras nos sirven el pedido. Su plato tiene un aspecto delicioso y él está hambriento, porque empieza a comer de inmediato.
—?Y qué hay de ti?
—?De mí? —repito
—Sí. ?De qué iba todo eso de la pista de patinaje? ?Un hobby compartido con tu hermana o algo así?
—No, Lucy odiaba patinar.
—?Entonces?
Y comprendo que es el momento decisivo. Cuando conoces a alguien, existe un instante concreto en el que sostienes la puerta entreabierta y tienes que elegir si quieres cerrarla o abrirla. Yo estoy acostumbrada a dar portazos. Les dejo ver algo por una peque?a rendija, pero luego siempre termino girando la llave que descansa en la cerradura antes de que puedan distinguir las entra?as más allá de la piel. Nunca he tenido la sensación de que alguien ?lo sepa todo de mí?, no he sentido esa complicidad con ningún otro ser humano; ni siquiera con mi hermana, a pesar de lo cerca que estábamos. Y la idea de que nadie pueda ver a la verdadera Grace Peterson resulta asfixiante y reconfortante al mismo tiempo. Hay un vacío, sí, un vacío similar al hueco que permanece cuando un pantano se seca, pero también es la forma más sencilla de vivir segura dentro de la fortaleza que he ido construyendo ladrillo a ladrillo, sin hacer paradas para descansar y tomar aliento.
Sin embargo, en esta ocasión vacilo.
No sé por qué. Quizá se deba a que Will parece ser una especie de fantasma que ha aparecido de la nada. O a que no nos conocemos, ni siquiera de vista, así que al mirarlo solo veo un folio en blanco. Puede que, a pesar de que hay algo en él que me mantiene alerta, considerar que su aura es de mi color preferido allane el camino para que abra la puerta de golpe.
Así que, en lugar de atajar el tema inventándome alguna tontería, digo: —Cuando era peque?a, conseguí que me apuntasen a clases de patinaje. Me encantaba. Y se me daba bien. Con el paso de los a?os, empecé a competir a nivel estatal. Entrenaba en la ciudad, de manera que mis padres hacían malabares para poder llevarme hasta allí. Tenía quince a?os cuando me ofrecieron participar en una competición nacional, pero nunca llegué a intentarlo porque, una semana antes, durante un campeonato en Omaha, mi hermana se puso enferma. La encontramos casi inconsciente al volver a casa por culpa de una infección urinaria severa. Recuerdo que llamamos a la ambulancia, se la llevaron al hospital y mi madre no dejaba de decir que no deberían haberla dejado sola mientras se llevaba las manos a la cabeza… —Omito que toda mi alegría tras ganar aquel certamen se convirtió en una culpabilidad viscosa—. Entonces comprendí que el patinaje sobre hielo no era prioritario, así que metí los patines en el baúl verde del desván y dejé de entrenar. Fin de la historia. ?Me dejas probar el revuelto?
Sin dejar de mirarme, Will desliza el plato hacia mí.
—Y ahora tu hermana quiere que vuelvas a patinar.
—Un poco siniestro, ?no crees?
Agradezco que Will se mantenga casi inexpresivo, como si estuviésemos hablando del tiempo atmosférico o de algo trivial, aunque creo que puede percibir que esto es importante para mí. Ahora que las palabras ya no pesan y parecen flotar entre nosotros, tengo que admitir que resulta bastante liberador.
—Depende de la perspectiva —dice.
Ya está. No me suelta un discurso esperanzador sobre las verdaderas intenciones que Lucy podría tener ni se esfuerza por hacerme cambiar de idea. Y eso me gusta.
—Creo que empiezo a entender por qué creó este juego. Mi hermana siempre estaba fantaseando, ?sabes? Quiero decir que imaginaba vidas paralelas. Yo también lo hago a veces. La cuestión es que Lucy pensaba que desperdiciaba el tiempo.
—?Y lo haces?
—Es un concepto un poco ambiguo, ?no crees? ?Cómo medir lo mucho o poco que cada uno aprovecha su vida? Para algunos quizá la felicidad sea sentarse todos los días en el mismo banco a leer una novela y otros necesiten tirarse en paracaídas.
—Podrías dejar de hablar en tercera persona y hacerlo en primera.
—Qué cotilla eres, Will Tucker —replico evitando sonreír.
él sí lo hace. Por segunda vez, sus labios se estiran y yo me fijo en que son finos y el superior tiene una curva pronunciada que le da un cariz travieso, como si quisiese decir ?hasta besar puede resultar aburrido por culpa de los excesos?.
—Solo me intereso por mis obligaciones.
—No soy tu obligación, eso que quede claro —puntualizo—. Y, sinceramente, no lo sé. ?Quién puede estar seguro de si está aprovechando su vida? ?Tú, acaso?
—No hablábamos de mí.
—Pues ahora sí.
Will lanza un suspiro y me mira como si fuese un rompecabezas que quisiese resolver. No se ha terminado la comida y tiene los brazos cruzados sobre el pecho.
—?A qué te dedicas?
—Hoy, en este instante, soy cuidadora de perros.
—Cuidadora de perros… —repite despacio.
—En realidad, solo cuido de un perro. Esta tarde tengo que ir a darle un paseo y dejarle comida. Pero he tenido varios trabajos en lo que va de a?o. No se me da bien conservarlos, como imaginarás. Creo que todo este asunto de los empleos y el dinero y demás es de lo más opresivo.
—?En qué sentido?
—Pues en todos. Ya en la más tierna infancia la gente se empe?a en preguntarte qué quieres ser de mayor. ?No te molestaba? Yo una vez le contesté a la vecina: ?Quiero ser un tiranosaurio que aplaste cabezas?, y ya nunca volvió a interesarse por mi futuro laboral. Lo que intento decir con esto, y estarás de acuerdo conmigo, es que decidir a qué quieres dedicarte cuando apenas has vivido unos a?os es una estupidez.
Will me mira tan fijamente que resulta incómodo.