El mapa de los anhelos

La pista de patinaje está en el pueblo de al lado, enfrente del único centro comercial de la zona. Lo sé bien porque, cada vez que había entrenamiento, mis padres tenían que llevarme hasta allí, y aquello se convirtió en un problema cuando dejó de ser un pasatiempo y comencé a competir a nivel estatal. Pero hablar de eso sería como leer las últimas páginas de una novela negra, así que antes debería rebobinar e ir al principio.

La primera vez que me deslicé sobre el hielo fue casi de manera accidental. Lucy cumplía diez a?os y estaba pasando una buena época, así que nuestra madre decidió darle una sorpresa e invitó a sus tres mejores amigas del colegio a merendar y a pasar la tarde en la pista de patinaje. Yo fui con ellas, claro. Bebimos batidos de chocolate y luego alquilamos los patines. Lo que ocurrió fue lo siguiente: Ellas se lo pasaron en grande.

Yo entendí lo que un pájaro sentía al volar.

Lo primero que pensé al deslizarme sobre el hielo fue que no existía resistencia alguna que se interpusiese en mi camino. Lo segundo tuvo que ver con la libertad, incluso a pesar de que a los siete a?os no podía comprender en toda su plenitud el significado abstracto de esa palabra. Sin embargo, aquella tarde descubrí que una puede sentir cosas a las que es incapaz de ponerles nombre. Así que fui un ave peque?a y rapaz mientras me movía por el hielo y el frío me azotaba la piel; no me importaron las caídas que me dejaron varios moratones ni las risas de mi hermana y sus amigas, que no parecían interesadas en patinar y pasaron el rato sujetas a la barandilla que rodeaba la pista.

Esa noche, durante la cena en el comedor, pregunté: —?Cuándo volveremos a la pista de patinaje?

—No lo sé, Grace. —Mamá sirvió más agua.

—Pero necesito que me des una fecha.

—?Para qué?

—Para apuntarla en el calendario.

—Ya veremos, cari?o.

Ignoré a mi madre para probar suerte con papá. Cada vez que quería conseguir algo usaba la técnica de ir de uno a otro y, si al final no lograba nada, acudía al abuelo.

—Papá, tú siempre dices que debemos tener metas.

—Claro que sí, saltamontes.

—Quiero ir a la pista de hielo.

—Alguien ha perdido un tornillo. —Lucy soltó una risita que ahogó ante la mirada de advertencia de mamá. Luego apartó un trozo de brócoli con el tenedor y me dijo—: Tampoco ha sido para tanto, si te interesa mi opinión.

—No me interesa —repliqué sin mirarla.

—Basta —intervino papá—. Grace, te llevaré si haces tus tareas semanales. Ya sabes: sacar la basura, ordenar tu habitación, poner la mesa, hacer los deberes…

—El profesor de Historia dice que eso se llama ?esclavitud?.

Lucy sonrió al oír mi respuesta y a mí se me contagió el gesto. Una vez leí en algún sitio que hay gemelas que tienen la capacidad de sentir lo mismo que la otra experimenta y, desde entonces, siempre me he preguntado si el hecho de haberle donado células a mi hermana estaría relacionado con lo fácil que nos resultaba sincronizarnos, incluso a pesar de lo distintas que éramos. A veces, cuando tenía un mal día, me bastaba que ella estuviese de buen humor para darle un giro a mi estado de ánimo, o viceversa.

Recuerdo aquella insólita conexión cuando Will aparca el coche delante de la pista de patinaje. El cartel, que está descolorido, ha vivido épocas mejores.

—Creo que está cerrado —digo.

él no contesta antes de bajar del coche, así que lo sigo con resignación. Se acerca a la puerta e intenta abrirla en vano. Llama con la mano. Empuja con el hombro. Me sorprende que el cartel de ?Se alquila? no lo desanime.

—?Qué pretendes? —le pregunto.

—Mierda. —Will se pasa una mano por el pelo y mira alrededor, como si esperase que en cualquier momento apareciese alguien dispuesto a abrirnos—. ?Y ahora qué?

Con desgana, me cruzo de brazos delante de él. Cualquier cosa mejor que dejar entrever el alivio que me invade por no tener que ponerme los patines.

—No lo sé, dímelo tú. Al fin y al cabo, eres ?el mensajero?. Todavía estoy intentando entender por qué mi hermana te eligió para hacer todo esto.

—Pues ya somos dos —replica irritado.

Es tan morado… Profundamente morado.

Una de las características de este color es el perfecto equilibrio que mantiene entre el rojo y el azul. Y el control. El poder. La arrogancia. Bajo la primera capa de melancolía, Will tiene un poco de todo eso. Quizá explique lo mucho que le cuesta flexibilizar y buscar alternativas; es alguien de ideas fijas.

—No creo que sea el fin del mundo. ?Cómo funciona el juego?

—Son… Son una serie de casillas…

—Pues avancemos a la siguiente.

—Está bien, pero tendremos que dejarlo para otro momento. —Mira a su alrededor—. ?Te apetece que busquemos un sitio para tomar algo? Creo que nos iría bien a los dos.

Nos dirigimos al centro comercial. La mayoría de las tiendas siguieron los pasos de la pista de patinaje y echaron el cierre hace tiempo, lo que le da a todo un aspecto decadente, pero encontramos una cafetería abierta.

Contemplo a Will mientras él lee la carta. Es atractivo de una manera demasiado obvia para mi gusto. Siempre me he preguntado qué sentirá la gente que es guapa, lo sabe y lo usa en su beneficio. ?Se admiran delante del espejo o también tienen complejos e inseguridades que el resto no percibimos? Y en el caso de que así sea, ?tienen derecho a sentirse de esa manera con el regalo que el destino les ha dado? ?De qué depende que alguien sea bendecido con la belleza? Es más: ?qué demonios es la belleza?

—?En qué estás pensando?

Su voz áspera y profunda me sacude. él ha dejado la carta de precios sobre la mesa y me está mirando. Lo hace de verdad. Y diría que la pregunta también es sincera. Estoy tan acostumbrada a pasar inadvertida que me descoloca un poco. Trago saliva.

—?No te resulta extra?o que estemos compartiendo algo tan íntimo sin saber apenas nada el uno del otro?

Will se encoge de hombros.

—Define ?íntimo?.

—Mi hermana me ha dejado una especie de misión póstuma y tú eres un completo desconocido.

—?Te sentirías mejor si te dijese mi talla de zapatos, la edad que tengo o cuál es mi comida favorita?

—No me importaría saberlo.

El camarero se acerca mientras nos miramos con una intensidad que está fuera de lugar. él termina apartando la vista.

—Tomaré el revuelto del día.

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