—?Estás bien? —pregunto.
—Sí, es solo… Olvídalo. —Sacude la cabeza, luego me mira con atención y eso es raro y resulta incómodo—. ?Te has hecho otro agujero en la oreja?
—Sí. Hace dos meses.
—Ah. Te queda bien.
Asiento y abro la puerta.
Encuentro a mi padre en la cocina, delante de la ventana, con una copa de algo amarillento en la mano. Me pregunta qué tal lo hemos pasado, comenta algo sobre que lamenta no haber podido asistir por culpa del trabajo y bebe un trago largo. Durante toda mi vida he oído a la gente hablar sobre la belleza de mi padre y lo mucho que me parezco a él en los gestos; ?es por la mirada —dijo una vez una vecina—, es una mirada que se hunde en la carne y más allá?. Esa apreciación me pareció algo siniestra, pero no dije nada al respecto. Sin embargo, ahora que lo observo en la penumbra, tan solo veo a un hombre cansado y bastante gris, con bolsas bajo los ojos, el cabello ligeramente plateado y la piel cenicienta.
—Buenas noches, papá —digo.
—Buenas noches, saltamontes.
Así era como me llamaba cuando era peque?a, porque decía que nunca estaba quieta, pero tampoco parecía tener claro a qué lugar quería ir.
Es curioso: ahora me siento igual.
Lo pienso tras tumbarme en la cama con la brújula de madera en la mano. Vuelvo a palpar el relieve con los dedos e imagino al abuelo haciéndola solo para mí en el peque?o taller que aún conserva en el garaje de su casa. Sería liberador saber cuál es la dirección correcta y tomarla sin volver nunca más la vista atrás.
Tardo un rato en decidirme, pero al final cojo aire y voy hasta el desván.
Escucho a mis padres discutir en el piso de abajo mientras me interno en ese lugar lleno de polvo y recuerdos. Aquí están todos mis peluches y los juguetes que usábamos de ni?as, bolsas llenas de ropa y regalos, como vajillas o peque?os electrodomésticos, que apenas llegamos a usar. Descubro el baúl verde el fondo. Aunque Lucy no lo hubiese especificado, sabía perfectamente dónde estaban mis patines de hielo. Quito algunas cajas que hay encima y después abro la tapa, que cruje de forma desagradable.
Está todo exactamente como lo dejé un día cualquiera hace bastantes a?os, cuando comprendí que es mejor no ver aquello que nos hace da?o.
Deslizo el dedo por una de las cuchillas del patín.
Y sonrío. Pero es una sonrisa temblorosa.
Ya es tarde cuando la casa se queda en silencio y salgo por la ventana de mi habitación al tejado. Hace frío y llevo un plumífero de color morado oscuro. Me siento en ese peque?o espacio desde donde pueden verse las casas de alrededor, casi todas con las luces apagadas, y la hilera de farolas que brillan en la infinidad de la noche.
Saco el móvil y escribo un mensaje con los dedos entumecidos.
Grace: De acuerdo, lo haré.
Will: Bien.
No ha tardado ni un minuto en responder. Contemplo ensimismada el vaho que sale de mi boca y que se desvanece poco después. A veces imagino el mundo como un lugar lleno de personas y partículas, partículas y personas, todas muy juntas formando algo compacto, pero, al mismo tiempo, tan distanciadas emocionalmente que nadie diría que pertenecen a la misma especie. Creo que a eso se le llama ?soledad?. Es una palabra que encierra cierta densidad y me recuerda al petróleo, no sé por qué. Pero también a la belleza y la paz de un glaciar desierto y jamás pisado por el hombre.
Vuelvo a escribir:
Grace: ?Qué haces despierto a estas horas?
Will: Llegué hace poco del trabajo. Tampoco suelo dormir demasiado.
Grace: ?Elección o maldición? En cualquier caso, he comprobado que las personas moradas sufren problemas de sue?o.
Will: Explícame eso.
Grace: Tengo el don de poder adivinar de qué color es el aura de la gente. Y contigo no tuve dudas.
Will: Buenas noches, Grace.
No parece muy impresionado, la verdad. Suspiro y me guardo el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Me quedo allí un rato más hasta que me aburro de mis propios pensamientos enredados y entro en la habitación para acostarme.
7
?Qué quieres ser de mayor?
Will aparece a la hora acordada y ni siquiera apaga el motor del coche antes de bajar la ventanilla y pedirme que suba. Dejo los patines en el asiento trasero, junto a los demás trastos, mientras él acelera como si tuviese prisa por llegar a nuestro destino.
—?Cuánto tiempo llevas sin limpiar el coche? Porque tienes un montón de cachivaches y está claro que lo de ?cinco plazas? en este caso resulta casi sarcástico…
—Métete en tus asuntos, Grace.
Lo ignoro y cojo un libro.
—Raymond Carver. ?Lo has leído? —él asiente—. Es bastante inquietante. Y un poco como todo en la vida: impacta más por lo que no dice que por lo que dice.
Will no contesta y se limita a seguir conduciendo. La decepción trepa por mi garganta. Supongo que, como en uno de los cuentos del libro que tengo en la mano, me hubiese gustado tener con él una conversación extravagante que paliase por un momento la curiosidad y la soledad. Pero quizá sea mejor seguir su ejemplo y mantener las distancias. Así que, a pesar de distinguir otros nombres interesantes desperdigados aquí y allá, como Fitzgerald o Joan Didion, no digo nada más.