La contención, como es evidente, es una cualidad que poseo a medias. Y tampoco es que me quite el sue?o, la verdad. Es decir: refrenar los sentimientos, impulsos o pasiones es inútil a largo plazo, aunque inteligente en ciertos momentos para, lo dicho, no parecer de otro planeta. Sin embargo, no estoy segura de si se puede mantener ese disfraz. Igual que tampoco sé si lograré cumplir las reglas, porque hasta la fecha he fracasado en todo aquello que me he propuesto.
Pero, a lo largo de la semana, no solo he pensado en Lucy, Will y el juego, también he seguido buscando trabajo. He hecho dos entrevistas y no he recibido respuesta de ninguna. La primera fue en un restaurante de comida india de la ciudad de al lado, que es mucho más grande que Ink Lake y queda apenas a unas millas de distancia. La segunda, en la gasolinera que está a las afueras.
En lo que va de a?o, he tenido tres trabajos. De uno me despidieron por llegar a las siete de la ma?ana sin haberme acostado antes y oliendo a alcohol y cigarrillos. A la granja dejé de ir porque no soportaba ver a los pollos hacinados, y del último me gusta pensar que fue una especie de acuerdo: mi jefe y yo no nos caíamos bien.
Así que, en cierto momento, me obligo a dejar de mirar la pared y de pensar en metáforas que incluyan la palabra ?trapisonda?. Cojo el portátil y vuelvo a echar un vistazo rápido a las ofertas de empleo más recientes de la zona. Como debo de ser la única persona de la ciudad mayor de diecisiete a?os que no conduce, tengo algunas limitaciones en lo referente a las distancias y eso me hace descartar casi la mitad de lo que encuentro. Pero, de pronto, me topo con un particular que busca que alguien cuide a su perro. No lo pienso antes de ponerme en pie y llamar al número de teléfono.
—?Diga?
—Llamo por el anuncio.
—?Tienes experiencia con animales?
—No. —Cuando era peque?a tuve un pez de colores que murió trágicamente, así que prefiero no comentarlo—. Pero se me dan bien los perros y vivo a diez minutos de la zona que aparece en la oferta de empleo.
—?Puedes acercarte para hablarlo?
Le digo que sí y quedamos una hora más tarde. Me visto con lo primero que pillo antes de salir.
La casa en cuestión es enorme y tiene una cristalera circular. Ya antes de llamar a la puerta escucho los ladridos del perro. Cuando la due?a abre, le sonrío. Se presenta como Anne Rogers y es una de esas se?oras encantadoras que me recuerdan al tipo de persona que mi madre podría haber sido. Vamos, que todo es una fantasía mía. Pero, si la vida no le hubiese puesto la zancadilla a Rosie Peterson, estoy segura de que habría sido una empresaria de éxito acostumbrada a vestir con impecables trajes que le harían una silueta envidiable recién cumplidos los cincuenta y tres.
Anne me explica que Mr. Flu (así se llama el perro) necesita un paseo diario cuando ella está fuera por asuntos de trabajo. ?Le gusta salir por la avenida principal y llegar hasta el parque?. Atiendo mientras me detalla la cantidad exacta de comida que debe ingerir para evitar que ?se ponga fofo?, palabras textuales.
No se puede decir que esté especialmente orgullosa de mí misma cuando consigo el trabajo. Es decir, me viene bien por ir haciendo algo hasta que encuentre otra cosa mejor, pero no me saco de encima la sensación de que tengo la vida de una estudiante de secundaria. Solo que sin ir al instituto, con veintidós a?os y sin ninguna perspectiva de futuro.
Es jueves. Me siento en el borde de la acera que hay delante de mi casa cuando todavía son las tres y media. Y espero. Espero, espero, espero…
A las cuatro y diez, empiezo a ponerme nerviosa.
?Dónde se ha metido Will Tucker?
Estoy segura de que acordamos que me recogería a en punto. Llevo toda la semana aguardando este momento y apenas he podido pegar ojo.
Me muerdo las u?as. Me levanto. Paseo arriba y abajo. Vuelvo a sentarme. Procuro mantener la serenidad, pero lo logro a duras penas.
Will hace acto de presencia con veinte minutos de retraso.
Aparece subido en un Audi negro reluciente que me llama la atención, porque no es un coche común. Baja la ventanilla cuando frena a mi lado, sin apagar el motor, y hace un gesto vago con la mano derecha.
—Venga, sube, que llegamos tarde.
—?Llevo casi media hora esperando!
Pero él ignora mis protestas porque está ocupado sacando de la guantera las gafas de sol de marca que se pone instantes después. Arranca casi antes de que logre cerrar la puerta. Miro a mi alrededor. Retiro lo de ?reluciente? en referencia al coche: por fuera es impresionante, por dentro hace mucho que nadie se molesta en limpiarlo. Y hay cosas, demasiadas cosas. Es decir, el asiento trasero está lleno de libros y varias bolsas y artilugios.
—?Puedo saber adónde vamos?
—No, lo siento. órdenes de Lucy.
Le dirijo una mirada que pretende dejar claro lo mucho que me molesta su actitud en general, pero él ni se percata y mantiene la vista fija en la carretera.
—?Cómo conociste a mi hermana?
Me presta atención dos míseros segundos.
—La vida y eso.
Y ya está. No dice nada más. Sigue conduciendo como si la explicación que acaba de darme fuese suficiente. Mientras dejamos atrás Ink Lake, lo miro con detenimiento. Tras un vistazo rápido podría parecer normal, con los vaqueros y esa camiseta tan negra como su pelo. Pero no es difícil darse cuenta de que algo no encaja en Will. Es un limón entre pomelos, una almendra en un paquete de nueces, un lobo disfrazado en un reba?o de ovejas. Lo sé porque así es como me siento casi todo el tiempo. Puedo reconocerlo en la tensión que emana su cuerpo: resulta muy complicado relajarse cuando eres incapaz de sentirte cómodo en tu propia piel.
—?De verdad no piensas decírmelo?
Me mira de reojo y lanza un suspiro.
—No.
—Pero…
—No.
Me mantengo callada alrededor de cinco minutos antes de volver a la carga. La necesidad de saber es más fuerte que mis ganas de ignorarlo.
—?Fue en el instituto?
—No.
—Tienes un vocabulario bastante limitado, Will Tucker.