—?Vamos a mi casa?
Acepto el casco que me ofrece para montar tras él en la moto. Me planteo entrar en casa y avisar a mis padres de que llegaré tarde, pero luego pienso: ?es realmente necesario? Mamá estará delante del televisor y papá se habrá quedado en la oficina haciendo a saber qué y con quién. Ni siquiera se percatarán de que llevo la misma ropa cuando regrese por la ma?ana y, probablemente, darán por hecho que he dormido en casa del abuelo.
La vida es mucho más sencilla cuando eres invisible.
Dos de la madrugada.
Todo está a oscuras, pero consigo encontrar mi camiseta a los pies de la cama. Tropiezo con un mueble y me muerdo la lengua para no gritar. La luz de la farola de la calle se cuela en la habitación y distingo el cuerpo de Tayler tendido boca arriba. Envidio su cerebro: lo imagino lleno de pliegues huecos y sinuosos. Me gustaría ser capaz de dejar la mente en blanco para dormir tan profundamente como él.
Salgo a la calle. No tengo la bicicleta porque llegué en moto, así que camino a solas en mitad de la madrugada. Mis pasos resuenan entre el silencio tan solo interrumpido por algún coche esporádico o los ladridos de los perros del vecindario que piensan que soy una intrusa.
Quizá sea cierto.
?Y si soy una intrusa de mi propia vida?
6
No hay brújula que valga
El sábado por la noche es la despedida del abuelo. Mamá se une al plan y vamos a cenar a su casa temprano. En apenas unas horas, a la ma?ana siguiente, cogerá un avión que lo llevará directo a Florida y, por primera vez en su vida, no tendrá responsabilidades. Solo deberá preocuparse por su felicidad. Me pregunto cuánto tiempo lleva deseándolo. Quizá sea cierto eso de que todos tenemos secretos.
—?Estás nervioso, abuelo?
—Solo espero acostumbrarme al clima.
—El buen tiempo nunca es un problema.
—?Llevas la medicación para el corazón? —interviene mi madre mientras saca los cubiertos del cajón—. También ropa de abrigo; por mucho calor que haga por allí, seguro que refresca al anochecer. Y no olvides llamar en cuanto llegues…
—Rosie, tranquilízate.
Nos acomodamos alrededor de la mesa de la cocina, que es más peque?a que la del salón y perfecta para nosotros tres. Para este adiós, aunque sea un viaje temporal, el abuelo ha preparado lo más típico de Nebraska, así que comemos sándwiches Reuben con salsa rusa y pepinillos en vinagre mientras bebemos gaseosa.
—?Dónde está papá? —pregunto.
—No lo sé —murmura mi madre.
Después, el abuelo empieza a hablar sobre algo de actualidad que ha salido en las noticias y yo me distraigo cuando me suena el teléfono móvil.
Will: Te recojo ma?ana a las diez.
Grace: ?Al decir a las diez te refieres a las diez y veinte? ?Y no podrías haberme avisado antes? Apenas faltan unas horas.
Mi madre me pregunta si quiero repetir, pero niego con la cabeza. Me levanto para dejar el plato en el fregadero y cuando vuelvo a la mesa veo que tengo otro mensaje.
Will: Coge tus patines.
Grace: No sabía que tuvieses sentido del humor. Porque imagino que esto es una broma, ?no?
Will: No.
Trago saliva con fuerza, sosteniendo el móvil aún en la mano, sopesando qué responder. El abuelo percibe mi inquietud.
—?Te encuentras bien?
—Sí, sí, perfectamente.
Grace: Pues lo siento, pero no tengo patines. Seguro que podremos hacer cualquier otra cosa.
Will: Tu hermana escribió una nota en la que comentaba que dirías justo eso. Te transcribo sus palabras: ?Los patines están en el baúl verde que hay al fondo del desván?. De nada.
Me gustaría contestarle que es idiota, pero hago el esfuerzo de recordar que tan solo es el mensajero. Un mensajero poco compasivo. Si supiera lo que me está pidiendo… Si me conociera tan solo un poco…
—?Grace? —insiste mi madre.
—Perdona. ?Qué decías?
—?Quieres un vaso de leche?
—Sí, gracias.
Tengo la extra?a sensación de que el resto de la velada transcurre como a trompicones: el abuelo gru?e por lo bajo en un par de ocasiones ante la desmesurada preocupación que muestra su hija y yo intento prestar atención a la conversación, pero lo hago a medias porque tengo la cabeza en otra parte. Finalmente, cuando nos levantamos para irnos, mamá va a coger su abrigo y me quedo a solas con el abuelo.
—Ven aquí, Grace. —Sus brazos me envuelven como hacía cuando era peque?a y me caía o volvía llorando del colegio—. Sé una buena chica en mi ausencia. Y sigue las instrucciones: era importante para tu hermana.
—Ya, bueno, lo intentaré…
—Seguro que no es difícil.
—Si supieras… —Miro por encima del hombro hacia las escaleras que conducen a la segunda planta para comprobar que mamá no nos escuche—. Tuve que ir a uno de esos grupos de autoayuda que parecen sacados de los ochenta.
El abuelo no se muestra impresionado y dice: —Lo sé. ?Quién crees que llevó a Lucy cuando se empe?ó en ir a ese sitio? Pero, si me permites un consejo, deberías dejar de mirar tanto hacia atrás en busca de respuestas y centrarte en lo que sí puedes hacer. Y hablando de eso, tengo algo para ti. Toma.
Se saca del bolsillo un círculo peque?o de madera que, visto de cerca cuando lo tengo en la mano, resulta ser una brújula tallada con todos los detalles.
—Gracias, aunque no sé si será muy precisa. —Hundo la u?a en una zona con relieve—. Es broma. Me encanta, de verdad.
—Simboliza precisamente eso, Grace.
—?El qué?
—Que no hay brújula que valga para la vida y ha llegado la hora de que empieces a guiarte siguiendo tu instinto. El problema es que no te escuchas.
Abro la boca con una réplica preparada, pero entonces los escalones crujen ante el regreso de mamá. Nos despedimos del abuelo. Intento no pensar en lo mucho que voy a echarlo de menos porque, tras la fachada de indiferencia, noto que me escuecen los ojos.
Volvemos en coche, aunque tan solo unas manzanas separan ambas casas. Cuando mamá aparca delante de la nuestra, permanecemos en silencio sin salir del vehículo.