Esta es la situación: estoy sentada delante de una caja que, en teoría, esconde ?El mapa de los anhelos? y no puedo abrirla. Lo mismo ocurre con el sobre morado que sostengo en la mano y que no dejo de mirar desde todos los ángulos, deseando tener el superpoder de ver a través de la materia para poder leer la carta que hay en su interior.
En letras grandes y mayúsculas pone: ?Will Tucker?.
Y un poco más abajo hay una dirección. La calle me suena, sé que está por el centro de Ink Lake, apenas tardaría veinte minutos en plantarme allí con la bicicleta si me decidiese a levantarme y ponerme en marcha, aunque eso no parece probable.
Me siento paralizada.
Tengo la extra?a sensación de que Lucy está y no está aquí al mismo tiempo. Resulta inquietante, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que me he esforzado durante estos meses para no pensar en ella, para no recordarla, para no llorar cada día.
—No lo entiendo —repito otra vez.
—Puede que esa sea la clave, Grace.
—Pero, vamos a ver, ?por qué no me dijo nada? Nosotras nos los contábamos todo. O casi todo. Quiero decir: ella lo hacía, al menos.
—Ah, así que tú podías tener secretos, pero Lucy, no. —El abuelo alza una ceja en alto y después suspira—. Voy a preparar café.
—El mío doble, por favor.
Sé lo que ha insinuado antes de salir del salón, pero, claro, él no entiende que en ocasiones me parecía una crueldad contarle a Lucy que esa misma noche me iba a una fiesta o que había quedado con algún chico, así que tenía mis secretos, sí. Lo hacía por ella. Por ella y por mí, porque odiaba la culpa que sentía cuando me marchaba y ella tenía que quedarse en el hospital con todas sus células, las suyas y las mías, librando una batalla agotadora junto al ejército de corticoides que le provocaban ese color de piel oliváceo, la hinchazón en el rostro o el picor en la piel y la descamación.
Pero pensaba que lo sabía todo sobre Lucy.
Porque ?todo? no era mucho, en realidad.
En verano, durante las vacaciones, se veía con algunas compa?eras con las que había coincidido en el instituto si regresaban a la ciudad. Y de vez en cuando iba a ver a su amiga Marge a la cafetería en la que trabajaba. El último chico con el que tuvo algo se llamaba Tom y de aquello hacía más de tres a?os. Aunque ahora ya no estoy segura de eso, claro. Porque en las manos aún sostengo el sobre con el nombre de ese desconocido.
Will.
Will Tucker.
Lo susurro en voz alta con la esperanza de que acuda algún recuerdo a mi mente, pero no, estoy segura de que jamás lo he oído antes.
Tengo tantas ganas de abrirlo que apenas puedo contenerme y agradezco que el abuelo aparezca con dos tazas de café porque, de lo contrario, creo que habría incumplido las normas de Lucy incluso antes de empezar a jugar.
—Sigo sin entenderlo —insisto.
El abuelo lanza un largo suspiro.
—Grace, solo tienes que seguir las reglas.
—Sabes que eso no se me da bien. —Me quemo la lengua con el café, pero no me importa. Estoy entumecida—. ?Desde cuándo estabas al tanto de esta locura?
—Unos meses antes…
?Unos meses antes de su muerte? sería la frase completa, pero no necesito que lo diga para entenderlo. Me cuesta imaginarlos planeando todo esto a mis espaldas, sobre todo tratándose de él, aunque entiendo que mi hermana lo eligiese y también que el abuelo accediese, claro. ?Cómo negarse a cumplir las últimas voluntades de su querida nieta?
—?De verdad no conoces a Will?
—Ya te he dicho que no —responde, a punto de perder la paciencia—. ?Vas a ir a verlo?
Asiento con la cabeza, aún pensativa, y vuelvo a dejar el sobre bajo el lazo pomposo de la caja. Miro la hora en el móvil: son las cinco de la tarde. Decido que, antes de poner rumbo a la misteriosa dirección, debo ir a casa para ver cómo está mamá y darme una ducha, así que me despido del abuelo con un beso en la mejilla y le prometo que lo mantendré al tanto de todo y que cenaré con él la noche antes de su viaje.
Algo peculiar que me llamaba la atención de peque?a era el olor característico de cada hogar. Va más allá de la colonia o el suavizante que use esa familia y yo, antes de cruzar el umbral de cada puerta, era capaz de distinguir perfectamente el aroma de la casa de Olivia, la que fue mi mejor amiga, de los vecinos o del abuelo. Por eso resulta tan curioso que la mía no me huela a nada. Es aséptica, como un museo o la sala de espera de un abogado. Siempre he tenido la sensación de que cualquiera podría ocuparla y hacerla suya en menos de cinco minutos, porque, a pesar de las fotografías que hay en el salón, en realidad nunca ha llegado a ser un hogar cálido. No sé si se debe a la indiferencia que se palpa entre mis padres, al hecho de que ha sido una residencia compartida con habitaciones de hospital o a que acostumbramos a celebrar los grandes acontecimientos, como la Navidad o los cumplea?os, en casa del abuelo.
Cuando llego, tan solo encuentro silencio.