Como había empezado diciendo, en el colegio nos pedían a veces que escribiésemos una redacción sobre nuestra familia hablando de un día especial o que hiciésemos un dibujo. La figura más destacable de mi obra de arte siempre era la de mi abuelo: lo representaba más grande que a mis padres porque así era el papel que tenía en mi vida. A Lucy la plasmaba a menudo con un sol en la cabeza y tumbada inerte sobre una cama. Y a su lado estaba yo: peque?ita, casi anecdótica, un borrón de tinta que podría pasar desapercibido.
Cuando tienes una hermana enferma aprendes a la fuerza a valerte por ti misma. No esperas que tus padres te lean cuentos antes de ir a dormir o que acudan a verte en la próxima competición de patinaje sobre hielo, porque probablemente estarán ocupados intentando que su otra hija no muera por culpa de una infección.
No recuerdo en qué momento se dieron cuenta de que fingir cierta normalidad familiar era una utopía ridícula. A veces había temporadas buenas, esas en las que incluso Lucy podía ir a clase y todos nos sentíamos como si estuviésemos congelados dentro de un cuadro perfecto de Edward Hopper que reflejase un momento absurdamente cotidiano, pero nunca duraba demasiado. Siempre llegaba la recaída y el hospital se convertía en el cuartel general de la batalla, con mi madre al pie del ca?ón y mi padre trabajando cada vez más horas para lograr cubrir los gastos médicos y aislarse del dolor.
?Y dónde encajaba yo en esa ecuación?
Pues en casa de mi abuelo, que vivía a unas cuantas manzanas de distancia. Si pienso en mi ni?ez, contemplo el tejado a dos aguas de color oscuro, los nidos que los pájaros construían en el árbol que se veía desde la ventana del salón y cuyas hojas se desplomaban de un día para otro cuando llegaba el oto?o: lo sé porque me encantaba saltar sobre ellas y oír como crujían. Crac, crac, crac. Un poco más allá, Henry Tallon, como todos en el barrio conocen a mi abuelo, me observaba en silencio mientras bebía café sentado en los escalones del porche. Nunca ha sido un hombre hablador, tiene la firme creencia de que el ?sí? y el ?no? son suficientes para responder a casi cualquier cosa y no le gusta la idea de malgastar palabras. Posee esa practicidad que mi generación ha perdido del todo; es decir, solo sale a comprarse unos zapatos cuando se le rompen los que usa o, al llegar la temporada de calabaza, se rinde ante ella porque siente la obligación de no rechazar nunca lo que le ofrecen sus generosos vecinos, así que comemos crema de calabaza, pasteles y bizcochos de calabaza, cerveza de calabaza, carne rellena de calabaza, tortitas de calabaza con miel y hasta espaguetis de calabaza.
Pero, cuando pienso en él, también lo veo llevándome a la pista de hielo o acompa?ándome hasta la parada del autobús escolar. Y regalándome mi primera cámara de fotografía o ense?ándome a montar en bicicleta. Fue algo así:
—?Pongo los pies en los pedales?
—Sí.
Lo hice. Logré avanzar un metro antes de caerme al final de la calle. Mi abuelo me cogió del codo para ayudarme a ponerme en pie.
—?Lo he hecho bien?
—No.
—Probaré otra vez.
—Sí.
—?Este es el freno?
—Sí.
—Vale.
Y con unos cuantos síes y noes más, aprendí a controlar el equilibrio. Desde entonces me muevo en bicicleta por Ink Lake, no me importa que sea invierno o verano. Se lo debo a él, como tantas otras cosas. No es que mis padres no deseasen formar parte de ese momento, sino que siempre tenían cosas más trascendentales que hacer. Imagina que tienes que decidir entre pasar la tarde con tu hija moribunda a la que acaban de intubar por una nueva complicación o pedalear un rato con la otra. La balanza estuvo inclinada antes siquiera de que escribiesen mi nombre en la partida de nacimiento.
Así que me acostumbré a vivir entre las sombras, detrás del telón.
Si no haces ruido, si aprendes a caminar de puntillas, llega un momento en el que te vuelves invisible incluso cuando te miras al espejo. ??Quién eres??, me preguntaba a veces contemplando el reflejo de mis veintidós a?os. La respuesta se repetía en mi cabeza cuando alguna noche regresaba a casa de madrugada y la encontraba vacía, o papá estaba allí, pero ni siquiera se molestaba en echarme la bronca. Nunca iba sola: me acompa?aban dos copas de más y una soledad asfixiante.
Al dejarme caer en la cama, aquella certeza daba vueltas a mi alrededor. ?Me llamo Grace Peterson y nací…?. Cazaba las palabras que revoloteaban como libélulas. ?Nací para…?. Las escribía en papelitos, buscaba chinchetas, las clavaba en la pared para que no escapasen. ?… salvar a mi hermana?. Y al final el sue?o me abrazaba conforme amanecía al otro lado de la ventana. Dormía tranquila. Lo hacía porque mis vacíos se empeque?ecían cuando recordaba que, pese a ellos, era la chica que logró cambiar una vida, desafiar al destino, ser la heroína de la historia.
En el mundo de las ilusiones estaba encima de un escenario lleno de focos, el público aplaudía entusiasmado y Lucy me miraba con una sonrisa pletórica mientras extendía el brazo para coger mi mano; pero, justo cuando sus dedos rozaban la punta de los míos, la fantasía se convertía en pesadilla y ella empezaba a desvanecerse como si estuviese hecha de humo: volutas púrpuras ondeaban hasta que desaparecía de golpe.
?Me llamo Grace Peterson y nací para salvar a mi hermana?.
Entonces, ?qué ocurre cuando la razón de tu existencia termina bajo tierra con una lápida de granito de color gris impala de más de cien kilos encima?
Ocurre que te encuentras a la deriva en mitad del océano. Ocurre que es como flotar y, al mismo tiempo, llevar una mochila llena de piedras. Ocurre que el mundo se distorsiona a tu alrededor como las ondas de calor en verano. Ocurre que el miedo le gana la batalla a la razón. Ocurre que todo se paraliza.
Así que ahora Lucy está muerta.
Y yo ya no sé quién soy.
2
El juego de Lucy
Dos hechos importantes del día de hoy: han pasado cuatro meses desde que Lucy dejó este mundo y el abuelo cumple setenta y ocho a?os.