El mapa de los anhelos

—No creo que sea para tanto.

He pronunciado tantas veces mi frase estrella que, en algún momento, la línea entre lo real y lo imaginario se difuminó. ?A quién le decía aquello? ?A Lucy o a mí misma? ?Y era cierto que no me entusiasmaba la posibilidad de viajar, asistir a un concierto, tener novio, ir a la universidad, seguir patinando… o tan solo una especie de mantra que me repetí durante a?os hasta que terminé convenciéndome de ello? Porque, en esencia, cualquier opción que implicase dejar atrás a mi hermana y seguir adelante por mi cuenta no era viable.

Había nacido para salvarla. Para-salvarla. No para abandonarla.

Así que ?cómo voy a saber qué es lo que me gusta si jamás me he permitido pensar en ello, si siempre ha sido más fácil decirme que nada es para tanto…?

Entro en la habitación y cojo una libreta del escritorio y un bolígrafo. Cuando me acomodo otra vez en el hueco entre la ventana y el tejado, ya casi ha oscurecido. Repaso la conversación que tuve con Will la noche pasada. Siempre he tenido una buena memoria, aunque no sé si es una virtud o una maldición; el abuelo suele decir que ?necesitamos olvidar para respirar?. Empiezo por el principio:



Los días de lluvia. Mantequilla derritiéndose sobre una sartén caliente. La perseverancia de las moscas. Masticar las pepitas de las uvas. Las películas raras. El amor en el cine. Inventar conversaciones que nunca ocurrieron. El color morado.



Y luego sigo a partir de ahí:



La textura porosa de las piedras. El olor de los rotuladores. Ponerme pegamento en la yema de los dedos, dejar que se seque y luego quitarlo sin romperlo. Contemplar la piel erizada de otro ser humano. Las cristaleras iridiscentes. Secar flores dentro de las páginas de los libros y subrayarlos y hacerlos míos, solo míos. Las escaleras de caracol que parecen infinitas. Caminar descalza. Acelerar cuando voy en bicicleta por una calle recta y cerrar los ojos unos segundos como si quisiese desafiar a la muerte o preguntarle por qué nunca le he interesado. Las pelucas de colores, aunque nunca me he puesto ninguna. La literatura. Y el arte. Y la fotografía. Y la música clásica, sobre todo la delicadeza del piano; cuando suena siento que alguien toca teclas dentro de mi alma.



Hago una pausa y, cuando vuelvo a escribir, tengo la sensación de que mi mano se mueve siguiendo las órdenes de otra persona. Ni siquiera soy consciente de en qué momento el tiempo verbal cambia de presente a futuro.



Me gustaría aprenderme todas las constelaciones. Caminar por las calles de Viena al atardecer. Coger un tren sin saber en qué estación voy a bajar. Y volver a patinar sobre hielo sin pensar en nada, nada, nada.



Estoy temblando cuando dejo de escribir. Ya ha anochecido del todo y apenas distingo los trazos de tinta sobre el papel. Paso un rato más contemplando cómo el vecindario se prepara para dormir: luces que se apagan, alguien que saca a pasear al perro a última hora, una chica que ha salido a correr con los auriculares puestos y la luna recortada sobre los árboles de la calle. Me pregunto cómo serán sus vidas. Si todos se sentirán tan llenos y vacíos, tan pletóricos y tristes, tan serenos y profundamente perdidos.





12


La aleatoriedad de la vida y la muerte


Los días avanzan con monotonía hasta la llegada del jueves, cuando vuelvo a participar en la terapia de grupo semanal. Adrien está más tranquilo, casi optimista, y bebe limonada mientras Dona relata todas las pérdidas que han dejado una huella a lo largo de su vida, empezando por una hermana que murió siendo bebé por culpa de una infección, siguiendo por el asesinato que se llevó a su mejor amiga y finalizando con el accidente de coche en el que fallecieron su hija y su marido. Han pasado treinta y dos a?os, pero cualquiera que la escuche hablar pensará que fue ayer.

—Creo que estoy maldita —concluye.

—Ya hemos hablado de esto, Dona. —Como está sentada justo a su lado, Faith coge la mano arrugada de la anciana con cari?o—. No es culpa tuya.

—Es inevitable buscar una razón… —asegura Matilda, viuda y con un hijo de cuatro a?os a su cargo—. No hablo de maldiciones ni nada de eso, sino de la necesidad de encontrar una explicación lógica, algo a lo que aferrarse. Un consuelo.

—?Los caminos del Se?or son inescrutables? —interviene Jane.

—San Pablo nunca me convenció —comento sin pensar ante la horrorizada mirada de Jane. Teniendo en cuenta la cruz que cuelga de su cuello y suele toquetear, ahora debe de creer que soy el demonio. Carraspeo—. Pero es algo personal.

He leído la Biblia, sí. Otra obsesión pasajera más. Fue a los diecisiete, cuando todavía creía, ilusa de mí, que en algún lugar hallaría las respuestas sobre el destino de Lucy y nuestra familia. Aprendí sobre mitos, ritos, valores, doctrinas y creencias, pero no encontré lo que estaba buscando en ninguna religión y el tema dejó de interesarme.

—Yo tampoco comparto la idea de que un ser superior se lleve a nuestros seres queridos porque, aunque nosotros no podamos entenderlo, todo forme parte de un plan divino. —Adrien me mira con complicidad y se rasca el mentón.

—Lo difícil es aceptar la aleatoriedad de la vida y la muerte —opino.

—Ninguna creencia es mejor que otra —concluye Dona.

Faith toma la palabra minutos antes de que la reunión llegue a su fin. Conforme todos se van poniendo en pie y dejan las sillas arrimadas a la pared, tomo consciencia de que esa tarde me he sentido bastante cómoda formando parte del grupo; en ocasiones puntuales, incluso participativa. Resulta confuso compartir con varios desconocidos algo tan profundo como el dolor de la pérdida, pero sin duda es reconfortante.

Me demoro al ir a dejar el vaso vacío de café sobre la mesa del fondo y, al final, Faith y yo nos quedamos a solas. Ella se acerca con una sonrisa.

—?Cómo te van las cosas?

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