Cuando no queden más estrellas que contar

Salí al pasillo. La casa estaba en silencio y el olor a café flotaba en el ambiente.

Encontré a mi madre sentada a la mesa de la cocina, con la mirada perdida en la ventana. Se giró al notar mi presencia. Tragó saliva y se puso de pie.

—?Estás sola? —pregunté con incomodidad.

—Alexis ha llevado a Guille al colegio. ?Te... Te gusta el café?

—Sí.

—?Quieres tostadas? También hay galletas.

—Solo café, gracias —respondí mientras me sentaba.

Ella asintió y se apresuró a servirme una taza, que luego dejó sobre la mesa. Llenó la suya y se sentó frente a mí. Nos contemplamos. Su expresión era cauta y parecía aturdida. Esperaba a que yo diera el primer paso, pero yo ya no estaba segura de nada, y menos de los motivos que me habían llevado hasta allí.

La observé, me fijé en su pelo, en sus ojos y las arruguitas que los enmarcaban. En la forma de su nariz, sus labios finos y el contorno afilado de sus mejillas. Sus ojos se movían sobre mí del mismo modo, absorbiendo los detalles, y sentí que nos veíamos por primera vez.

—?Cómo se perdona? —Las palabras escaparon de mi boca con vida propia.

Ella comenzó a retorcerse los dedos, nerviosa.

—No lo sé, aún no he podido llegar a ese punto. Fiodora solía decirme que se perdona asumiendo que te han hecho da?o, y permitiendo que duela hasta que ya no sea una excusa para no hacerlo.

—?Sabías que Olga me echó de casa?

—Sí.

—?Durante estos cuatro meses te has preguntado en algún momento qué sería de mí?

—Sí.

—?Y te importaba?

—Sí.

—Pues no es lo que...

—Te llamé y te escribí, varias veces —me interrumpió a la defensiva.

Una sonrisita desde?osa y fría curvó mis labios, que desapareció de inmediato al darme cuenta de que no mentía. Decía la verdad, pero yo no había recibido nada porque la había bloqueado.

Bebí un sorbo de café, sin saber cómo continuar con la conversación. Al mismo tiempo, en mi mente daban vueltas miles de palabras. Quería pronunciarlas todas, pero ninguna de ellas tomaba forma.

Pensé en lo que había dicho sobre cómo perdonar. Fiodora solía dar buenos consejos. Al menos, a mí siempre me habían ayudado. Sin embargo, este no era fácil de seguir. Es difícil asumir que te han hecho da?o, aunque sientas ese dolor cada día. También lo es permitir que duela: nuestra consciencia tiende a protegerse. Se esconde tras un sinfín de capas que mantienen recogidos nuestros pedazos y nos dan una falsa sensación de estar completos. Cuando, en realidad, esos trozos se hacen cada vez más peque?os, tan insignificantes que unirlos de nuevo es imposible.

Yo me sentía como un pu?ado de polvo que espera que el viento lo arrastre y lo esparza. Pero me negaba a desaparecer, y estaba dispuesta a enfrentarme a todos mis miedos con tal de tener una oportunidad para seguir adelante, incluso sola.

—?Recuerdas el último mensaje que te envié?

—Sí —declaró.

—No respondiste.

—Porque no había nada que...

—Encontré tu caja de música y las fotos que escondías en su interior —la interrumpí, al ver que mentirme continuaba siendo su única opción—. En cuanto vi su rostro, lo supe. Me parecía tanto a él que no podía tratarse de una casualidad.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y los cerró con fuerza.

Yo continué hablando, ya no podía ni quería detenerme: —Sé que se llama Giulio, Giulio Dassori. Vive en una villa preciosa en Sorrento, junto a su familia y su marido. Por las ma?anas da clases de buceo y por las tardes dirige una peque?a escuela de ballet. Tiene cuarenta a?os, aunque parece mucho más joven, y un lunar sobre la ceja idéntico al mío. Cuando sonríe, su comisura izquierda se eleva un poco más. Corta las tostadas en cuatro trozos antes de comérselas, y unta la mermelada en primer lugar y luego, la mantequilla. Tiene la risa más franca que he oído nunca y no perdona las mentiras. ?Sabes por qué lo sé? —Mi madre abrió los ojos y me miró. Una mezcla de miedo y resignación brillaba en ellos—. Porque lo he tenido tan cerca como te tengo a ti ahora.

—?Has estado con él todo este tiempo?

—Casi todo.

—?Sabe quién eres?

Asentí. Si me quedaba alguna duda sobre la identidad de Giulio, acababa de disiparse.

—Siempre has jurado que no sabías quién era mi padre, ?por qué?

—Era complicado en ese momento y después... Después la bola se hizo demasiado grande. —Le temblaba la voz. Inspiró hondo un par de veces—. ?Cómo está?

—Bien, tiene una buena vida y es feliz. Pero llegué yo y se lo jodí todo. Supongo que me parezco a ti más de lo que creo.

—Yo nunca le hice da?o a tu padre.

—Ahora sí, a través de mí —le dije con intención de herirla.

Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

—Tenía mis motivos para no decirle la verdad.

—Bueno, da igual, ahora la conoce y pasa completamente de todo. No quiere saber nada de mí.

—?Por qué?

—?Que por qué?

Quería gritarle sin parar. Quería decirle que lo había provocado ella, por ser una mentirosa y jugar con las vidas de otras personas. Demostrarle lo mucho que la culpaba y cuánto resentimiento guardaba contra ella por haber sido la peor madre del mundo. Porque nunca había demostrado interés por nadie, salvo por sí misma, y me había aparcado a un lado para seguir su camino, como el que se deshace de un perro en la carretera.

?Qué madre hace eso?

La mía lo hizo.

No obstante, en lugar de escupir toda esa rabia que me consumía, la decepción y los reproches que guardaba, y que nunca había dejado salir, empecé a contarle lo que había vivido desde que encontré esas fotos.

Según salían las palabras de mi boca, la veía hacerse peque?a y débil ante mis ojos, como si encogiera mientras le hablaba de la vida que había descubierto en Sorrento, de lo feliz que había sido con todas aquellas personas. Con la fantasía de una familia en la que por fin encajaba.

Le hablé de Dante y del malentendido que hizo explotar la burbuja. De la reacción de Giulio y las palabras que dijo antes de desaparecer.

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