Cuando no queden más estrellas que contar

Guille sonrió y me mostró una hilera de dientes diminutos. ?Qué guapo era!

—Por las fotos. —Se?aló un mueble y noté que se me aflojaban las rodillas. En uno de los estantes había una decena de fotografías, todas mías, en las que se me veía a distintas edades—. ?Tú me conoces?

Me costaba respirar y al abrir la boca se me escapó un suspiro entrecortado. No sabía qué pensar ni qué creer sobre esas fotografías. No sabía qué significaban. Si eran una posibilidad que creía perdida o una broma cruel. ?No entendía nada!

Miré a mi madre. Ella observaba a su vez a Guille, mientras le pasaba la mano por la cabeza como si lo peinara.

—Claro que te conozco —respondí.

—?Quieres ver mi caja de dinosaurios? Tengo muchos. Mi favorito es el diplodocus.

—Es tarde, Guille, y ma?ana tienes colegio. Ya deberías estar en la cama —dijo mi madre en voz baja.

Guille resopló y se cruzó de brazos, enfadado.

—Hazle caso a tu mamá —le pedí. Puse especial cuidado en esa frase, porque desconocía si ese ni?o era consciente del parentesco que nos unía y no quería confundirlo. Sentí los ojos de mi madre sobre mí y yo a?adí—: Ma?ana podrás ense?arme tus dinosaurios, ?vale?

él se encogió de hombros, un poco más conforme.

—Voy a acostarlo, enseguida vuelvo —susurró ella.

Me acerqué al mueble en cuanto me dejaron sola. Contemplé las fotos con atención y un millón de preguntas surgieron en mi cabeza.

—En el armario guarda un álbum con muchas más —dijo Alexis a mi espalda.

Lo miré y sacudí la cabeza.

—?Por qué? —mi voz sonó mordaz, casi despectiva.

—Es su forma de tenerte cerca. —Se me escapó una risita de desdén y él bajó la mirada, como si estuviera avergonzado—. ?Has cenado? Puedo prepararte un sándwich y un zumo.

Inspiré hondo. Tenía hambre y estaba muy cansada, tanto que notaba un ligero mareo que me obligaba a parpadear y enfocar la vista. Sacudí la cabeza en respuesta a la pregunta. Luego asentí, aceptando la comida.

Me senté en el sofá y contemplé la habitación. Había juguetes por todas partes, ropa doblada en una silla y, sobre una mesa, una caja de costura y un disfraz de espantapájaros a medio coser.

Todo parecía tan normal, tan de verdad.

Era un hogar y olía como tal.

Alexis regresó poco después con la cena. Le di las gracias y empecé a comer con más apetito del que en un principio sentía. Se escucharon risas, que provenían de una de las habitaciones del pasillo. Alexis inclinó un poco la cabeza y sonrió para sí mismo.

—Algunas noches nos cuesta que se duerma —dijo en voz baja.

—Ya.

Tragué el último bocado y apuré el zumo. Podía oír perfectamente la voz de mi madre relatando un cuento, y a Guille dándole la réplica en unos diálogos que parecía saberse de memoria. Noté una punzada aguda en el pecho. Algo feo que no me gustaba, pero que no podía evitar. Esa emoción que se siente hacia una persona que posee algo que debería pertenecerle a uno. A mí.

Allí, sentada en aquel sofá, tenía celos de Guille. Una verdad que yo misma me negaba a aceptar. Una realidad que albergaba sentimientos que yo había rechazado hacía mucho, cuando decidí que ella ya no me importaba, que no era nada para mí. Sin embargo, solo era otra mentira que me había contado a mí misma, para mitigar la angustia y la incomprensión por el rechazo y la falta de amor que mi madre me había demostrado.

Había ido hasta allí para ponerle punto final a nuestra historia y quitarme ese peso de encima, convencida de que sería fácil porque, en cierto modo, creía haberla superado. Pero no era así, me sentía como si hubiera viajado hacia atrás en el tiempo, a mi adolescencia, a esos a?os en los que su ausencia fue mucho más dura. En los que no había espacio para otra cosa que no fuese el enfado y el odio que masticaba a todas horas, haciéndome preguntas cuya única respuesta siempre era yo. Yo era el problema que la había hecho huir.

—Estoy muy cansada. Si te parece bien, me iré a dormir.

—Claro, ve. Es la última puerta a la izquierda. El ba?o está justo al lado.

—Gracias.

Recorrí el pasillo en penumbra. A mi derecha había una puerta entreabierta de la que surgía una suave luz. Eché un vistazo al pasar y vi a mi madre y a Guille acurrucados en la cama, tras un cuento de tapas enormes, en cuya cubierta había un dinosaurio.

Entré en la habitación que Alexis me había indicado y encontré allí mis cosas.

Después de pasar por el ba?o, me metí en la cama. Las sábanas estaban frías y se notaba la humedad del ambiente. Me hice un ovillo y cerré los ojos con un doloroso vacío en mi interior. Algo contradictorio, porque el vacío no es nada en sí mismo y no debería doler; pero allí estaba, ocupando todo mi espacio. Colmándome. Retorciéndome las tripas.





67




A la ma?ana siguiente, casi tuve que arrastrarme fuera de la cama. Había pasado la noche en un duermevela, azotado por un sue?o extra?o que se repetía cada vez que cerraba los ojos. En ese sue?o, yo me encontraba sobre un escenario y un foco muy potente me cegaba, impidiendo que viera al público con claridad. Apenas distinguía sus rostros, pero sabía quiénes eran. Estaban todos allí. Mis abuelos, mis tíos, mis primos; Catalina, Giulio, Dante y todas las personas que había conocido en Sorrento; mi madre, Alexis, Guille... Y Lucas.

Todos me miraban mientras yo trataba de hacer una pirueta. Cada vez que lo intentaba, mi rodilla crujía un poco más fuerte, hasta que finalmente se rompía y yo caía al suelo entre gritos de dolor. Ninguno de ellos se movía para auxiliarme, solo me observaban impasibles. Como maniquíes sin vida.

Me costó un buen rato reunir el valor suficiente para abandonar aquel cuarto y enfrentarme a lo que había fuera. No quería, era un signo de debilidad que no me podía permitir; pero me sentía peque?a y vulnerable. Un poco a la deriva.

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