Quizá una parte de mí lo esperaba, porque necesitaba sentir que le importaba, que no se resignaba como había hecho con todo lo demás.
Se había resignado.
Guardé el teléfono y apoyé la cabeza en la ventana, con la mirada perdida en el paisaje.
Conforme las estaciones iban quedando atrás, me inundaron tantos pensamientos y emociones que no sabía qué hacer con todo ese caos. ?Y si esta era la peor idea que había tenido nunca? Quizá lo fuera, pero ya no tenía nada que perder.
Los campos de cultivo e invernaderos dieron paso a los primeros edificios. Minutos después, el tren se detenía en la última parada: águilas.
Cogí mi equipaje y descendí del vagón. El reloj de la estación marcaba las nueve menos cuarto. Miré al cielo, donde ya podían verse las estrellas, y fui más consciente que nunca de que estaba cometiendo una locura. Para empezar, ni siquiera sabía adónde ir. Lo único que tenía era el nombre del pueblo y unas cuantas fotos robadas de su Instagram. Posiblemente acabaría pasando la noche en alguna playa, pero, en esta ocasión, sin un chico de ojos azules y sonrisa preciosa que me ofreciera su ayuda.
—A Calabardina, por favor —dije al taxista.
—?A qué calle?
—Sí, dame un momento. —Deslicé el dedo por la pantalla del móvil hasta dar con lo que buscaba. Giré el teléfono para que pudiera verlo—. Es aquí.
El taxista, un hombre que debía de rondar los treinta, clavó sus ojos oscuros en la foto. Alzó las cejas, confundido, y se rascó con los nudillos el mentón.
—A ver, Calabardina es bastante grande; no conozco cada calle y cada casa. Sin una dirección...
—Lo entiendo... —Me mordisqueé el labio, nerviosa—. Tengo más, quizá alguna te dé una pista. —Le mostré el resto de fotografías que guardaba y una de ellas llamó su atención. La se?aló—. ?Te suena?
él asintió con una sonrisa.
—Sí, creo que ya sé dónde es.
—?Genial! —exclamé aliviada—. ?Se encuentra muy lejos de aquí?
—A unos doce kilómetros.
Se puso en marcha y yo me dejé caer en el asiento con un suspiro que no logró aplacar la inquietud que me hormigueaba bajo la piel. Dejamos atrás la ciudad y recorrimos una estrecha y solitaria carretera. Poco después, nos adentramos en un pueblecito de calles vacías.
—Creo que es aquí —dijo el taxista.
Observé a través del parabrisas la casa junto a la que nos habíamos detenido. Un edificio adosado de dos plantas, con una escalera exterior y una balaustrada blanca de piedra. Hacía esquina, frente a la playa, y un peque?o muro delimitaba la propiedad. Era idéntica a la de las fotos.
Pagué el trayecto y bajé del coche. El taxista me siguió para sacar el equipaje del maletero. Mi respiración se aceleró mientras me colgaba la bolsa al hombro y cargaba con las dos maletas.
—?Quieres que te espere? Por si acaso —me propuso el chico. Su preocupación me hizo sonreírle. Negué con un gesto. Entonces, él sacó una tarjeta del bolsillo y me la ofreció—. Este es mi número, por si necesitas ir a alguna otra parte.
—Gracias.
—De nada.
Se subió al coche y se alejó calle abajo.
Miré de nuevo la casa, había luz en las ventanas y se atisbaban sombras tras las cortinas.
Cogí aire y empujé la portezuela entreabierta. El corazón me martilleaba con tanta fuerza el pecho que no sentía otra cosa salvo sus latidos. Golpeé la puerta con los nudillos. Tres veces. Esperé. Dentro se oían voces y música de fondo. Unos pasos se acercaron y la puerta se abrió.
Sus ojos grises se clavaron en los míos. Su gesto risue?o se descompuso en uno sorprendido, tenso, asustado. Se quedó inmóvil con la mano sujetando la puerta, sin decir nada. Solo me miraba como si yo fuese una aparición y mi presencia no tuviera ningún sentido.
—Hola, mamá.
—?Quién es? —preguntó su marido tras ella.
Se quedó igual de impactado al verme. Me contempló de arriba abajo y su escrutinio se detuvo en mis maletas. Después colocó su mano sobre el hombro de mi madre, como si tratara de infundirle ánimo.
—Hola, Alexis.
—Maya..., hola.
Bajé la vista a mis pies y me humedecí los labios, nerviosa. No era bienvenida, o eso parecía. No sé qué más esperaba, la verdad. Sin embargo, no me importó gran cosa. Había ido hasta allí por un motivo muy concreto y no pensaba marcharme. Aún no.
Miré a mi madre.
—No tengo adónde ir, y necesito un lugar en el que quedarme unos días.
Una miríada de emociones pasó por sus ojos y la vi dudar.
Durante un instante, creí que iba a cerrar aquella puerta en mis narices y dejarme fuera. Esa posibilidad me hizo cerrar los pu?os y apretar los dientes, porque, ?joder!, ?qué le había hecho yo para que me rechazara de ese modo y durante tanto tiempo?
Entonces, para mi sorpresa, se hizo a un lado y habló por primera vez:
—Pasa.
66
Los seguí hasta el salón. Las piernas me pesaban y me dolían los hombros por la tensión del viaje y el peso del equipaje.
—?Dónde puedo dejar las maletas?
—Dámelas, las llevaré a la habitación que tenemos libre —se ofreció Alexis.
Me temblaban tanto las manos que la bolsa se me escurrió de entre los dedos y cayó al suelo con un sonoro golpe. él me dedicó una peque?a sonrisa y la cogió. Luego desapareció por el pasillo con todas mis cosas.
Mi madre y yo permanecimos en el salón. El ambiente entre nosotras estaba cargado de algo tan espeso que casi se podía cortar. Era irrespirable.
De pronto, una puerta se abrió y Guille entró corriendo en el salón, con un pijama estampado con dinosaurios y la boca manchada de pasta de dientes. Frenó al verme y yo le sonreí sin darme cuenta. Tenía el mismo pelo anillado que su padre y la misma piel mestiza, pero sus ojos eran los de mi madre. Más claros incluso. Destacaban en su rostro como dos faros.
—Yo te conozco —dijo con timidez.
—?En serio? —inquirí sorprendida.
—Sí, te llamas Maya.
—?Y cómo me conoces? La última vez que te vi eras un bebé peque?ajo.