Cuando no queden más estrellas que contar

—?Qué acabas de llamarme?

—El abuelo siempre te disculpaba. Me decía que si hubiera visto cómo era tu familia, el ambiente en el que te habías criado, te entendería. Y yo me lo creía y te perdonaba por los gritos, las humillaciones y los castigos. Me esforzaba para ser mucho mejor, pero ya no. Se acabó. ?Sabes por qué? Porque yo he crecido contigo y, aun así, soy una buena persona incapaz de hacer da?o a nadie de forma deliberada. No tienes excusa.

En ese momento, mi primo bajó la escalera. Aparté sin prisa la mirada de mi abuela y lo miré. Por su expresión, supe que había oído gran parte de la conversación. Para mi sorpresa, me dedicó una sonrisa amable y sincera.

—Vámonos ya o perderás el tren.

Asentí y salí de la casa con él. Antes de que la puerta se cerrara a mi espalda, pude ver a mi abuela inmóvil en la entrada. Me observaba como si me viera por primera vez.

Para mí, era la última.





64




Las cosas parecen enormes en el instante en que las vives, pero con el paso del tiempo, casi sin darte cuenta, se van haciendo más y más peque?as. Se desdibujan, se difuminan y hasta se desvanecen en el olvido.

Mi abuela siempre había sido para mí como un inmenso muro que me contenía, me aislaba y no me sentía capaz de saltar. Ahora solo era como ese polvo oscuro y denso que queda flotando tras un derrumbe, pero que el aire arrastra consigo y solo es cuestión de tiempo que desaparezca.

Inspiré hondo y me di cuenta de que el pecho ya no me pesaba tanto, que mis pulmones se llenaban más fácilmente. Me faltaba algo que se había quedado atrás, dentro de esa casa, y era una sensación maravillosa. Me sentía liberada de ese dolor guardado durante toda mi vida.

—Es una persona complicada, ?eh? —dijo mi primo.

Aparté la mirada de la ventanilla y lo miré.

—Ojalá solo fuese complicada. No tienes ni idea.

—Oía a mis padres hablar sobre vosotras. A mi madre nunca le gustó cómo te trataba. Le preocupaba, pero mi padre siempre le decía que no era asunto suyo y que no se metiera.

Esbocé una peque?a sonrisa. Sus palabras me calentaron por dentro, la idea de que mi tía se hubiera preocupado por mí, aunque solo fuese un poco.

—No habría podido hacer mucho por mí.

—Eso no lo sabremos. Ahora no se llevan especialmente bien. Me refiero a ellas. Desde que llegó, la abuela ha hecho todo lo posible por imponerse y que las cosas se hagan a su modo. Ninguneaba a mi madre sin cortarse. Al principio fue muy difícil y complicado, hubo muchos roces entre mis padres por su culpa.

—Lo siento.

—?Por qué te disculpas? Tú no eres responsable de nada.

—No sé, por costumbre, supongo. Hay hábitos que cuesta dejar más que otros. —Me aparté el pelo de la cara e inspiré para aflojar el nudo que sentía en el estómago—. No me ha parecido que las cosas fuesen mal en tu casa.

—Ahora no. Mi madre no está sola, nos tiene a mis hermanos y a mí. En cuanto nos dimos cuenta de lo que pasaba, la apoyamos. Nunca dejaré que mi madre se sienta incómoda o menospreciada en su propia casa. —Me miró mientras apartaba la mano del volante para cambiar de marcha—. He oído todo lo que le has dicho.

—Lo sé.

—No tenía ni idea de lo mal que te trataba.

—Ni siquiera yo. Pensaba que era culpa mía. Ahora sé que no.

—?Vuelves a Madrid?

—No, aún tengo que ver a alguien.

Hay viajes en los que uno despierta. Abre los ojos y respira. Todo por primera vez.

Yo había empezado el mío cuatro meses atrás. Un viaje con días malos, días tristes y otros complicados. Pero también los hubo buenos y maravillosos, en los que aprendí a vivir, a so?ar, a descubrir que lo peque?o puede hacerse grande.

Un viaje que aún no había terminado y que no sabía si lo haría algún día.

Porque conocerte a ti mismo puede ocuparte toda la vida.

Porque hay viajes que solo te llevan hacia dentro, y nuestro interior, a veces, tiene el tama?o del universo.





65




Me moví por los vagones del tren de cercanías hasta dar con el menos concurrido. Me desplomé en el asiento y no tardé en quedarme dormida, con las conversaciones de los otros pasajeros flotando a mi alrededor.

Había descubierto que los trenes tenían un efecto sedante en mí. Era liberador, mientras mi mente se sumía en el sue?o no pensaba en nada. Me daba miedo hacerlo. Dudar. Arrepentirme de haber puesto el punto final. Ya sufría demasiado al echarlo de menos.

Cuando llegué a la estación de Murcia, anunciaban por megafonía la salida de un cercanías con destino águilas. Allí me dirigía. Salí corriendo con todo mi equipaje a cuestas hacia una de las máquinas de venta de billetes.

?Cercanías con destino Lorca-águilas, salida inmediata por vía dos, sector C.?

—?Mieeeeerda!

Sujeté el billete entre los dientes y eché a correr.

Conseguí subir un instante antes de que se cerraran las puertas.

Sin aliento, y con un dolor agudo en el costado, me senté directamente en el suelo, entre dos vagones. Me quedé allí durante unos minutos, consciente de que acababa de iniciar el último tramo de mi viaje de ida.

De repente, sentí una ansiedad horrible dentro del pecho. Un nudo que no dejaba de apretarse, mientras me preguntaba si de verdad estaba preparada para el paso que iba a dar. Probablemente no, pero también dudaba de que hubiera un momento perfecto.

Cuando dejaron de temblarme las piernas, busqué un asiento libre junto a la ventana.

Por primera vez desde que lo había apagado esa ma?ana, saqué mi teléfono del bolso y lo encendí.

Aparecieron varias notificaciones y ninguna tenía que ver con Lucas.

Suspiré sin saber cómo me sentía al respecto, perdida en mis propias contradicciones.

?De verdad esperaba que hubiera intentando contactar conmigo después de cómo me había marchado? ?Y para qué, para hacerle más da?o al no responderle y reafirmarme en lo irrevocable de mi decisión?

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