Cuando no queden más estrellas que contar

éramos Lucas, el fantasma de su familia y yo, y uno de los tres sobraba.

Recogí todas mis cosas sin apenas respirar. No podía. Cada vez que trataba de llenar mis pulmones de aire, un dolor agudo me aplastaba las costillas. Sabía que estaba sufriendo un ataque de pánico, y repetí en mi cabeza que pasaría. Siempre lo hacía.

Con más determinación de la que realmente sentía, entré en el segundo cuarto de la casa. Allí había un ordenador de mesa y una impresora. Lo encendí y tecleé Renfe en el buscador. Pinché en el primer enlace. Esta vez lo haría bien. Pensaría antes de actuar. Planearía las cosas con toda la frialdad de la que fuera capaz.

Seleccioné la estación de origen y la de destino. Comprobé los horarios y compré un billete para el primer tren de la ma?ana. Después llamé a Matías.

—Me marcho, sola.

—Maya...

—Te juro que no estoy huyendo, esta vez no.

—?Y adónde vas?

—Ya sabes adónde, tú me diste la idea. Voy a ser valiente, Matías. Voy a... —solté un suspiro entrecortado— nadar sola.

—Esa es mi ni?a.

Sonreí para mí y contemplé la pared.

—No sé si funcionará. No sé si saldrá bien. Solo sé que tengo que aprender a quererme a mí misma y que me baste con eso.

—Y lo harás, vas a quererte. Vas a enamorarte de cada trocito tuyo, porque eres maravillosa.

—Te quiero mucho.

—Yo sí que te quiero, tonta. Ten cuidado.

—Lo tendré.

—Y llámame todos los días.

—Casi todos.

—Mala.

—Nos vemos pronto.





61




Me desperté con el sonido de la lluvia golpeando los cristales. Durante unos minutos, no me moví y me limité a escuchar el suave repiqueteo mientras miraba el otro lado de la cama. Alargué el brazo y coloqué la mano sobre la almohada vacía.

Una leve claridad empezó a inundar el cuarto.

Debía ponerme en marcha si no quería perder el tren.

Puse las maletas junto a la puerta y di otra vuelta por la casa para asegurarme de que no olvidaba nada. Solo dejaba una cosa atrás, y no sabía cómo despedirme. No podía llamarlo. Me pediría que lo esperase, que me quedase, y yo flaquearía.

Y por ese mismo motivo, un mensaje tampoco era una opción.

Opté por la más cobarde, la que de alguna forma acallaba mi conciencia.

Busqué papel y algo con lo que escribir. A continuación, traté de convertir en trazos de tinta las emociones que me envolvían, repletas de aristas que cortaban y perforaban, abriendo agujeros por los que se me escapaban los sue?os, las ganas y la esperanza.

Lo siento mucho, Lucas, pero no puedo quedarme. Así no, no es justo para ninguno de los dos. Vamos en direcciones distintas y alargar esta situación nos está haciendo da?o. Me importas demasiado y creo que esto es lo mejor que puedo hacer por ti. Por mí. Por los dos.

Gracias por estos meses, en los que he sido más yo que nunca.

Gracias por acogerme y dejar que ocurra.

Cuídate mucho.

Releí la nota otra vez y la dejé sobre la cama.

Eché un último vistazo y atesoré los detalles de aquella casa. Los momentos.

Dejé mi juego de llaves en la mesa. Después abandoné el piso y cerré la puerta a mi espalda.

Cuando salí a la calle, el taxi ya me estaba esperando.

Apagué mi teléfono en cuanto estuve dentro.

Continuaba lloviendo y las calles al otro lado de la ventanilla eran un borrón difuso con luces destellando. Y yo solo notaba silencio dentro de mí.

El taxi apenas tardó unos minutos en dejarme en la estación de Atocha. Habían comenzado a llegar los trenes de cercanías y el interior era un hervidero de gente que se dirigía a las salidas para ir a sus trabajos. Comprobé la hora. Aún faltaban cuarenta minutos para que saliera mi tren.

Me senté en un banco, junto al jardín, y esperé paciente mientras observaba a otros viajeros yendo de un lado a otro. Solos y acompa?ados. Despedidas y bienvenidas. Para siempre y hasta pronto. Porque todo depende, dentro de esa constante. Las personas entran y salen de nuestras vidas. Nosotros llegamos y salimos de las suyas. Y sea como sea, la vida sigue. No se detiene. No se rompe. Simplemente, marca otro ritmo. Va en otra dirección.

En la pantalla anunciaron la salida de mi tren.

Me dirigí al control de equipajes y me puse en la cola.

—Maya...

De repente, el corazón se me detuvo bajo las costillas, antes de reanudar sus latidos con un ritmo caótico, errático y doloroso. Me di la vuelta y encontré a Lucas a solo un par de metros de distancia, completamente empapado. El agua goteaba de su pelo, y su pecho subía y bajaba muy rápido en busca de aire. Abrió la boca un par de veces, pero solo podía resollar como si hubiera llegado hasta allí corriendo.

Entonces, alzó la mano con la nota que yo le había dejado, apretujada y mojada entre sus dedos.

—?En serio? ?Y ya está? —escupió sin que pareciera importarle que todo el mundo lo estuviera mirando.

—?Cómo has sabido que estaba aquí?

—Te has dejado el ordenador encendido y la web de Renfe abierta. —Soltó una risita que se asemejaba más a un sollozo—. ?Una nota, Maya? ?Una puta nota es lo único que merezco?

—No, pero es lo mejor.

—?Para quién? —replicó con los ojos brillantes. Bajó la mirada y luego la alzó de nuevo hacia mí—. Creía que íbamos a hablar.

—Tú lo has dicho, íbamos a hablar, ayer —lo dije con un hilo de voz.

él parpadeó y se revolvió el pelo con frustración. Se acercó unos pasos y vi tantas cosas en su rostro..., sobre todo miedo.

—?Esto es por lo de ayer? Te dije que lo sentía.

—Es por lo de ayer, y lo del otro día, y el otro también.

—Sé que he estado muy liado estas semanas, pero no será así para siempre. En cuanto mi padre...

Su teléfono comenzó a sonar. Inspiró hondo, sin apartar la mirada de mí.

—Esto no funciona, Lucas.

—No, si te rindes.

—No me rindo, solo acepto la verdad.

Su teléfono continuaba sonando. Lo sacó del bolsillo y rechazó la llamada sin mirar.

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