El tiempo había cambiado con la llegada de octubre y yo no tenía ropa de abrigo que ponerme. Después de vestirme y tomar un desayuno rápido, me encaminé al barrio donde había vivido toda mi vida. Se me hizo raro entrar en el edificio y notar el aroma tan familiar que desprendía el vestíbulo.
Fui directa al trastero. Logré abrir la puerta al tercer empujón y, durante un instante, mientras la luz parpadeaba, tuve miedo de que mis cosas no continuaran allí. De que en un arrebato, mi abuela se hubiese deshecho por completo de mí. La sensación que me apretaba el pecho desapareció en cuanto vi las cajas en el mismo lugar en que las había dejado.
Puse en el suelo las que contenían la ropa y con la punta de una llave rompí la cinta de embalaje. Llené con pantalones, prendas de manga larga y un par de chaquetas la maleta que había llevado conmigo, y volví a colocar las cajas en su sitio.
Contemplé aquel espacio durante unos momentos.
Una realidad que aún me costaba digerir.
El tiempo pasa, se apaga, no espera, y yo me movía en círculos.
Tres meses atrás, había estado allí mismo, mirando esas cajas.
Nada había cambiado desde entonces y, a la vez, nada era igual.
Yo no lo era.
57
Los días pasaron y al padre de Lucas finalmente le dieron el alta. Sin embargo, nada cambió. Lucas continuaba trabajando en el negocio familiar, tenía reuniones hasta tarde, comidas con compradores y proveedores. Y a todo ese ajetreo había que sumarle la presencia constante de su familia. Su teléfono no paraba nunca. Cuando no llamaba su madre, era su hermana, y si no, su padre, al que no le negaba absolutamente nada sin importar la hora, el lugar o la petición.
Claudia era otra constante.
Y Lucas...
Cada día estaba más desconectado de mí, de sus emociones. Escondía tan bien sus sentimientos que ni él mismo era capaz de encontrarlos en su interior. Mientras, un muro de ladrillos invisibles se alzaba entre nosotros y solo yo parecía consciente de esa realidad.
Lo observé mientras se vestía. Lo echaba de menos. Echaba de menos estar sentada a su lado sin hacer nada. Reír con él. Conversar. Confiarle mis pensamientos y que él me confiara los suyos.
Me miró mientras se abrochaba los vaqueros y su boca me regaló una sonrisa. Tragué saliva con fuerza. Quería dejar salir lo que me cerraba la garganta, pero no lo conseguía. Las palabras se me atascaban.
Se puso una cazadora y después guardó en sus bolsillos interiores el teléfono y la cartera.
—?Nos vamos? —me preguntó.
—Sí.
Se acercó a mí y me rodeó la nuca con la mano. Sus dedos se enredaron en mi pelo, mientras sus ojos recorrían mi rostro del mismo modo que los míos recorrían el suyo. Nos quedamos así unos segundos, mirándonos. Alzó la otra mano y su pulgar rozó mis labios, dibujándolos. Se inclinó y su boca acarició la mía con ternura.
Nuestros ojos se encontraron de nuevo. Me estudió como si tratara de leer lo que pasaba por mi mente y, al mismo tiempo, le diera miedo descubrirlo. El silencio se alargó. últimamente, nuestro tiempo juntos estaba lleno de esos silencios. Pausas que decían demasiado. Más que las palabras.
—Es tarde —susurré.
Asintió y me cogió de la mano.
Salimos del piso y caminamos hasta el cruce. Allí esperamos a que pasara un taxi libre.
Habíamos quedado con Matías y Rubén en un restaurante del centro, en la plaza del Carmen. Esa noche, el grupo de Rubén daba un concierto muy cerca de allí, en el Wurlitzer Ballroom, y nos habían invitado a acompa?arlos. Durante el trayecto en taxi, yo miraba por la ventanilla, feliz por primera vez en mucho tiempo. Me hacía ilusión salir un rato con amigos y divertirme. Estar con Lucas haciendo cosas normales.
Distinguí a Matías en una mesa en la terraza. Se puso en pie nada más vernos y me recibió con uno de sus abrazos. Me encantaba la forma en que me mecía mientras me susurraba al oído: ?Hola, mi ni?a?.
Me senté junto a Rubén y nos saludamos con dos besos.
—Hola.
—Hola —respondió.
Llevaba el pelo recogido en un mo?o despeinado y una sudadera negra con capucha. Las manos repletas de anillos y un peque?o aro en el labio inferior. Me gustaba su rollo. Y aún más la manera en que se le iluminaban los ojos cuando miraba a Matías.
—?A qué hora es el concierto? —me interesé.
—A las once y media —contestó con un suspiro.
—Pareces nervioso.
—Me pongo histérico siempre que vamos a tocar. Suerte que una vez en el escenario se me pasa.
Un camarero se acercó y nos tomó nota.
—?Y cómo se llama vuestro grupo? No recuerdo si lo mencionaste la otra noche —dijo Lucas.
—Bad Sirens.
—?Y ya tenéis algún disco?
—No, qué va. Solo tenemos una demo con cinco temas que grabamos este verano. La subimos a Spotify, Apple Music, Deezer... —El teléfono de Lucas comenzó a sonar—. Y está funcionando bastante bien, la verdad. Así que igual nos lanzamos con un álbum. Estamos componiendo más canciones.
Lucas le echó un vistazo al móvil, que continuaba sonando con insistencia.
—Perdonad —se disculpó mientras se ponía de pie.
Se alejó unos pasos y yo lo seguí con la mirada. Forcé una sonrisa y miré a Rubén.
—?Suena genial! —exclamé. Coloqué mi mano sobre la suya y le di un ligero apretón—. Gracias por invitarnos.
—De nada, espero que os guste. Si no, podéis recurrir a los tapones, como Matías.
—??Qué?! No me puse tapones, me encanta vuestra música —replicó mi amigo.
—Serás mentiroso —saltó Rubén. Se inclinó hacia mí como si fuese a contarme un secreto—. Luego se le olvidó quitárselos y pensé que se había quedado sordo por el volumen de los altavoces. Menudo susto.
Rompí a reír al ver la falsa expresión de culpabilidad de Matías.
Lucas regresó a la mesa justo cuando el camarero nos servía la cena.
—?Todo bien? —le pregunté en voz baja.
—Sí, era mi madre. No estaba segura de cuál es la medicación que debe tomar mi padre antes de dormir.
Le dediqué una sonrisa y empezamos a cenar.