Cuando no queden más estrellas que contar

—Cantare d’amore non basta mai... Per dirtelo ancora, per dirti che... Più bella cosa di te. Unica come sei...

Nunca había bailado así con nadie. Con esa intimidad. Con ese lenguaje mudo que fluía a través de la piel, de los roces y las sensaciones que provocaban. De las miradas cargadas de deseo y todo lo demás que ese anhelo trae consigo. Y supe que aquel sería un momento que quedaría grabado a fuego en mi memoria. Un destello de felicidad.

—Com’è che non passa con gli anni miei... la voglia infinita di te...

Inspiré hondo, temblando.

Que no estuviéramos solos ya no me parecía importante.

?Dejarme llevar.?

?Permitir que suceda.?

Mi mano acarició su nuca...





34




De pronto, un relámpago estalló en el cielo y el jardín se iluminó como si el sol hubiera aparecido de golpe. A lo lejos, un trueno crujió y un rayo zigzagueó en el horizonte como las grietas que resquebrajan un espejo.

Una ráfaga de aire nos sacudió y Lucas y yo nos separamos sin apenas aliento.

Con deseo. Con dudas.

Alguien propuso ir hasta el acantilado para observar la tormenta que se había formado sobre el mar y todo el mundo se dirigió hacia el huerto de limoneros con los móviles a modo de linternas. Roi tropezó y soltó una palabrota, que Chiara comenzó a repetir como un papagayo. Un coro de risitas quedó ahogado por los murmullos de las hojas.

—?Ya os vale! —masculló ángela.

Alcanzamos el acantilado y yo me quedé sin palabras. En el horizonte, las nubes se iluminaban sin descanso y los rayos caían sobre un mar agitado por el poniente. El ruido del oleaje y el aullido de la tormenta lo ahogaban todo. Era aterrador y fascinante. Hermoso y salvaje.

La electricidad que se acumulaba en el ambiente me erizaba el vello de un modo punzante. Di un paso adelante. El viento me sacudía como a una vela y el bramido de las olas sonaba tan abajo que el corazón me dio un vuelco al ser consciente de lo alto que me encontraba. De la proximidad del vacío.

Di otro paso y las puntas de mis pies quedaron suspendidas.

Una corriente de adrenalina me recorrió de arriba abajo.

Noté una gota en la mejilla. Otra en la frente. Comenzó a llover.

De repente, todo el mundo salió en estampida hacia el huerto. Las risas y los gritos se alejaron.

Yo no me moví. Las gotas sobre mi piel tenían un efecto hipnótico.

Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Saqué la lengua y lamí la lluvia que me taladraba los labios, me empapaba el pelo y la ropa. Siempre me he preguntado por qué en las películas suele haber tantas escenas con lluvia. Qué placer puede encontrar una persona en calarse hasta los huesos bajo una tormenta, y acabar con el cabello aplastado y los pies salpicados de barro.

Sentí el cuerpo de Lucas a mi espalda y mi corazón empezó a latir más rápido, más caótico. Su mano en mi estómago me apartó del borde y permaneció allí, sólida contra mi piel. Su aliento me golpeó en la nuca y lo noté en cada terminación nerviosa. Fue devastador.

Un roce más suave. La caricia de unos labios.

No podía respirar.

Me di la vuelta, temblando. Sobre nosotros, el cielo permanecía iluminado como una bola de plasma chisporroteando. Alcé la barbilla y miré a Lucas a los ojos, brillantes, llenos de tanto que me estremecí. Se inclinó sobre mí, tan cerca que su frente casi rozaba la mía. Mis latidos se transformaron en golpes bruscos y me sentí de nuevo al borde del precipicio. Uno distinto. Un abismo del que él no podía salvarme; al contrario, me empujaba con cada respiración compartida.

Entonces lo entendí, el porqué de esas escenas, la magia que las rodea. El placer que provoca la lluvia fría sobre una piel caliente que se muere de deseo. Que suplica y se retuerce pidiendo que la toquen.

Contuve el aliento. Hasta el aire sobraba porque ocupaba un espacio en el que no debería haber nada, solo nosotros.

Ya no era un sue?o.

No era una fantasía tantas veces recreada en mi mente.

Estaba pasando.

Noté su mano en la mejilla. Sus labios suspendidos a solo unos centímetros de los míos.

Un segundo. Dos. Tres...

?Qué agonía! Una tortura que una parte de mí no quería dejar de padecer. Una anticipación que me estaba volviendo loca. Porque ese instante, en el que él se debatía entre besarme o no besarme, era el más intenso que había experimentado nunca. El más erótico. Una palabra que hasta ahora no había tenido un sentido real para mí.

Cuatro. Cinco. Seis...

Decidí por los dos y busqué sus labios. Lo besé, porque me dolían las ganas. Me ara?aban la piel. él jadeó en mi boca y se detuvo para mirarme otra vez.

Un segundo. Dos. Tres...

Sus labios chocaron con los míos, ansiosos y firmes. Gemí al rozar su lengua, al probar su sabor. Al besarlo como si el mundo estuviera a punto de desaparecer y solo ese beso pudiera salvarnos.

Lucas inspiró con brusquedad mientras sus manos acogían mi rostro, casi con desesperación, apretándose contra mí para que pudiera sentirlo. Sentirme. Dos cuerpos vibrando bajo la ropa mojada.

Un rayo crujió sobre nuestras cabezas y su luz me deslumbró pese a tener los ojos cerrados. Miramos hacia arriba y otro destello rasgó el cielo.

Entonces, la lluvia se convirtió en un aguacero. Unas gotas gruesas que caían con furia.

Lucas me tomó de la mano y echamos a correr. Cruzamos el huerto, alcanzamos el jardín y entramos en la casa. Las luces del vestíbulo no funcionaban. Tampoco las de la escalera. Subimos casi a tientas y alcanzamos la puerta.

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