Cuando no queden más estrellas que contar

La aspiradora se puso en marcha en el salón.

Mordí la almohada para ahogar un grito y salté de la cama. A través de la ventana vi nubes oscuras que cruzaban el cielo desde el mar al interior. El sol aparecía y desaparecía tras ellas, formando columnas de luz.

Salí de mi habitación y encontré a Lucas limpiando la alfombra sin camiseta y descalzo. Las ventanas del salón estaban abiertas y las cortinas ondeaban por la brisa. Olía a café y en los altavoces sonaba música. él movía la cabeza y los hombros a su ritmo. Me apoyé en el marco de la puerta y lo observé.

Pensé que no me costaría nada acostumbrarme a que el resto de mis días comenzasen de ese modo, con Lucas medio desnudo, pasando la aspiradora, y una casa que olía a mar, limón y café. A hogar.

—Buenos días, dormilona.

Su voz me sacó de mis pensamientos y di un respingo. Me había pillado fantaseando mientras lo miraba embobada, y su sonrisa lo delataba.

—Buenos días.

—?Vas a quedarte ahí comiéndome con los ojos o piensas coger el plumero?

Mis ojos se abrieron como platos y me puse roja. él hizo un gesto hacia un cesto que había sobre la mesa con pa?os, productos de limpieza y... un plumero. Lo admito, mi cuerpo era un recipiente volátil repleto de endorfinas, feromonas, hormonas y cualquier otra sustancia que pudiera explicar que mi mente imaginara dobles sentidos donde no los había.

—Primero necesito un café.

Me dirigí a la cocina, pero di la vuelta de inmediato y regresé a mi cuarto al recordar que solo llevaba puesta una camiseta.

Su risa aceleró los latidos de mi corazón.




Lucas y yo dedicamos la ma?ana a limpiar la casa. Cerca de la una, Catalina apareció en la puerta con una lasa?a que olía de maravilla. Mientras nos ayudaba a servirla en los platos, nos contó que la nieta de Iria y Blas había llegado la tarde anterior y que esa noche haríamos una barbacoa.

—?Y cómo se llama? —me interesé.

—Judith —dijo Catalina—. Es una ni?a encantadora.

—?Ni?a? ?Cuántos a?os tiene? —preguntó Lucas.

—Dieciocho.

él sacudió la cabeza y sacó del cajón unos tenedores. Después abrió el armario y cogió unos vasos. Me los entregó y yo los coloqué en la mesa. Se dirigió al frigorífico y me empujó con la cadera a propósito cuando pasó por mi lado. Me reí. Siempre buscaba el modo de picarme y yo me dejaba arrastrar a sus juegos como una tonta.

Catalina nos observaba. Luego contempló la casa como si la viera por primera vez. Sonrió para sí misma y su mirada se cruzó con la mía. Percibí una ternura especial en su expresión y se me encogió el estómago. Apenas la conocía, pero la adoraba de un modo que ni yo misma entendía.

La acompa?é a la puerta, mientras Lucas terminaba de preparar la mesa. Se detuvo en el umbral y me miró. Sus ojos recorrieron mi rostro con una mezcla de curiosidad y ternura. Alzó la mano y la deslizó por mi pelo, como si recolocara los mechones.

—Giulio me ha contado lo de las clases. También lo que te pasó. Lo siento mucho —dijo bajito.

—Estoy bien —le aseguré.

—Eso parece. Me alegra ver que has encajado aquí.

—A mí también.

Catalina volvió a estudiar mi rostro con atención. Sus ojos parecían buscar grietas por las que colarse, separar mis capas y ver qué había debajo.

—Todo el mundo se merece un lugar en el que encajar, ?verdad? Personas en las que confiar, a quienes contarles nuestros miedos y esperanzas. Todos nos merecemos alguien que nos mire a los ojos y nos diga que somos buenos. Que importamos.

Asentí con un nudo en la garganta y bajé la mirada para que no viera que sus palabras me habían afectado más de lo normal. No sabía si merecía algo así, pero era lo que siempre había deseado. Un lugar del que sentirme parte. Personas a las que yo pudiera importar.

Mis pensamientos debieron de reflejarse en mi rostro, porque Catalina me hizo levantar la cabeza con su mano en mi mejilla y me abrazó. Me rompí un poquito, no pude evitarlo. No estaba acostumbrada a caer en los brazos de otra persona y que me sostuviera. A la sensación de calidez que inunda tu piel cuando alguien te da su aliento para que no te ahogues. Y yo me aferré a ella como si se tratara de oxígeno.

—Nos vemos en la cena —me dijo en un susurro.

—Sí.




Me miré en el espejo del ba?o una última vez. Casi no me reconocía. Las ojeras habían desaparecido de mi rostro y mis mejillas tenían un color sonrosado natural. Había cogido algo de peso y mi piel lucía un ligero tono bronceado que hacía resaltar el blanco de mi vestido. Un modelo corto, con el escote cuadrado y tirantes de guipur.

Salí del ba?o algo nerviosa.

Lucas alzó la mirada de la revista de viajes que estaba hojeando y me miró. Ladeó la cabeza y sus ojos azules se deslizaron sin prisa por mi cuerpo.

—Estás muy guapa.

Sonreí, un poco cohibida.

—?No te parece demasiado? Quizá me he pasado arreglándome.

—A mí me encanta. —Apartó los ojos casi con reticencia y se frotó las manos en los vaqueros—. Yo llevo la bebida y tú, las bolsas con los aperitivos.

—Vale.

Fuimos los últimos en bajar al jardín.

Iria se acercó con su nieta nada más vernos y nos la presentó. Judith era una chica menuda, con el rostro en forma de corazón y una melena corta te?ida de azul. Llevaba una camiseta de un grupo de rock que yo no conocía y botas de plataforma con cordones. Era simpática y sonreía con mucha facilidad. Me cayó bien de inmediato.

—?Te gusta ese tipo de música? —le preguntó Lucas al tiempo que se?alaba su camiseta.

—?Sí! ?Y a ti?

—No me van mucho estos subgéneros, aunque hay un par de grupos británicos de metal alternativo que me gustan bastante.

—Demasiado suave para mí —apuntó Judith entre risas.

—Las generaciones de ahora nacéis sin oído —dijo Iria a nuestro lado—. Carlos Gardel, Rodolfo Biagi, Nat King Cole... Eso sí que es música.

—?Nat qué? —inquirió Judith.

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