Cuando no queden más estrellas que contar

—?Y no preferirías seguir durmiendo y descansar?

—No. Me ducho y nos vamos.

Se pasó la mano por el pelo, pensativo, como si intentara organizarse.

—Por mí no lo hagas, ?eh? —yo también insistí. No quería que se sintiese obligado a ayudarme, ni que se comportase como una ni?era—. Es tu tiempo. Si te apetece quedarte aquí tirado, soy perfectamente capaz de ir y volver sola.

—Maya...

—?Sí?

—Quiero ir contigo —dijo tajante.

Y esa sonrisa tan suya hizo acto de presencia. Una sonrisa astuta y muy masculina.

Se me quedó mirando y yo me pregunté si se habría dado cuenta de que mi corazón se detenía continuamente por su culpa. Que después se aceleraba como un poseso y ahora lo sentía latiendo por todo el cuerpo.

—Vale.




Si me hubieran pedido que describiera Nápoles con una sola palabra, habría dicho que es color. En las calles, en los edificios, en las tiendas... La gama cromática era inmensa y te entraba por los ojos hasta abrumarte. No obstante, Nápoles era mucho más. Era el Vesubio de fondo, el mar azul, música en las calles, gente alegre y un tráfico horrible.

Un caos de ruedas, pitidos y frenazos.

—?Cuidado! —exclamó Lucas al tiempo que me apartaba de un empujón y me pegaba a una pared.

Una moto con dos personas pasó a escasos centímetros de nosotros, subida a la acera.

Me llevé la mano al pecho con un susto de muerte.

—?Joder! —gru?í sin apenas voz.

—?Estás bien? Tiemblas.

Asentí. No le dije que, cada vez que un coche pasaba muy cerca o escuchaba un frenazo, todo mi cuerpo se tensaba a la espera del impacto. Que el recuerdo del accidente se volvía nítido y todo ese dolor fantasma regresaba a mi sistema nervioso durante unos segundos, hasta que mi mente racional me recordaba que todo eso ya había quedado atrás y yo me encontraba bien.

—Van como locos.

Lucas miró a ambos lados. Después me sonrió y me colocó un mechón suelto tras la oreja. Su cuerpo estaba pegado al mío como un escudo protector, mientras la gente transitaba a nuestro alrededor, abriéndose paso casi a empujones por la estrecha acera.

—Vedi Napoli e muori.

—?Qué? —inquirí.

—?Ve Nápoles y muere?, eso es lo que dicen por aquí. Empiezo a pensar que no es porque sea una ciudad muy bonita.

Me reí y mis músculos se relajaron. La inercia me llevó a apoyarme en su pecho con los ojos cerrados. Solo necesitaba un momento para recomponerme. Sentí su aliento en la sien y su mano en mi espalda. Al principio solo un roce, pero enseguida se volvió más sólida. Más protectora. Más posesiva. Y me calmó.

—?Seguimos? —me preguntó.

?No, quiero quedarme así para siempre.?

—Sí —susurré.

Continuamos caminando y Lucas no apartó su brazo de mi espalda. Ni yo le pedí que lo hiciera. Cuando me rodeó los hombros al cruzar un paso de cebra, me pegué a su costado. Dos partes que encajaron como si siempre hubieran formado un todo.

Miré el mapa abierto en mi teléfono.

—Creo que es la siguiente a la derecha.

—Me parece que ya sé dónde es —dijo Lucas.

Doblamos la esquina y enseguida la vi. Una tienda peque?ita, con un escaparate discreto decorado con guirnaldas de papel y nubes de tul.

Compré leotardos, maillots básicos y un par de faldas cruzadas de gasa. También unas zapatillas de media punta y otras de punta, con cintas y elásticos. El dependiente, además de ser muy amable y paciente, también me regaló un kit de costura, que le agradecí con un abrazo.

—?Ya tienes todo lo que necesitas? —me preguntó Lucas una vez fuera.

—Sí, podemos volver a Sorrento cuando quieras.

Me gui?ó un ojo.

—?Y si pasamos aquí el día?

—?Te apetece?

—A mí sí. ?Y a ti?

Me encogí de hombros, haciéndome la indecisa. Poco a poco, una gran sonrisa apareció en mi cara. Di un saltito.

—?Sí!




Ese día descubrí que era imposible aburrirse con Lucas. Aún no habíamos terminado de hacer una cosa cuando él ya estaba proponiendo la siguiente y planeando la de después. Con él solo tenías que dejarte llevar y disfrutar de su conversación, de las risas y de cada ocurrencia que se le pasaba por la cabeza. Casi siempre, una locura.

Me encantaba pasar tiempo con él. Me encantaba él. Con sus pensamientos descarados y su actitud despreocupada. Con esa mirada tan suya, que en ocasiones me hacía sentir desnuda y en otras, completamente arropada. A su lado me olvidaba de pensar y solo me centraba en el momento. En el ahora.

Compramos unos helados y nos dirigimos a la plaza del Plebiscito. Una vez allí, Lucas se empe?ó en que cruzara la plaza con los ojos vendados, desde la puerta del Palacio Real hasta la entrada a la basílica de San Francesco di Paola. Era una especie de famosa tradición, cuyo desafío consistía en recorrer ese espacio en línea recta y pasar entre las dos estatuas ecuestres que lo flanqueaban. Lo logré al tercer intento y acabé haciendo reverencias ante un grupo de turistas que comenzaron a aplaudir.

Comimos en un restaurante llamado Sorbillo. Lucas me aseguró que hacían la mejor pizza del mundo, y no se equivocaba. Después visitamos una pastelería cercana para probar un dulce llamado sfogliatella, una especie de hojaldre relleno de ricota. Nunca había probado nada tan rico.

Pasamos la tarde recorriendo la Spaccanapoli, una zona que divide la ciudad antigua en norte y sur, y que discurre desde los barrios espa?oles hasta el barrio de Forcella. Sin lugar a dudas, el alma de Nápoles se encontraba en ese laberinto de callejuelas repleto de artistas y artesanos, de olores y vida cotidiana.

Nos habíamos detenido en un puesto de abalorios y bisutería cuando el sol desapareció de golpe. Miré hacia arriba y entre los tejados vi unos nubarrones negros que cubrían el cielo. Un trueno retumbó sobre nuestras cabezas y una corriente de aire hizo un remolino a nuestros pies. Una gota aterrizó en mi mejilla.

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