—Hace demasiado calor —grité. él se agachó un poco y yo me acerqué a su oído. Mi boca le rozó la piel. No fue premeditado, pero el olor de su perfume y el sabor de su sudor se me pegó a los labios—. Tengo calor. ?Salimos?
él asintió y volvió a tomarme de la mano. Regresamos arriba y suspiré al sentir de nuevo el aire fresco. La melena se me había pegado al cuello y la espalda. La recogí con ambas manos en un mo?o improvisado, que anudé con dos mechones. él me observaba y yo era incapaz de devolverle la mirada. Demasiadas sensaciones.
—?Qué quieres hacer? —me preguntó.
—?Y tú?
—He bebido demasiado para conducir. ?Damos un paseo?
—Vale.
La madrugada era fresca y agradable. Caminamos muy juntos, un poco borrachos, y sin rumbo. Hablamos de cosas triviales. Nos contamos anécdotas y recuerdos. Y reímos.
Y continuamos paseando.
Y reímos aún más, mientras los minutos transcurrían sin que nos diéramos cuenta de su paso.
—?En serio?
—Te lo juro, acabé como una cuba —me aseguró él—. Fue el verano antes de que me matriculara en el grado de Enología. Mi padre se empe?ó en que hiciera un curso privado con un sumiller francés muy reconocido. Solo éramos cuatro alumnos y no teníamos ni idea. Durante dos horas, el tipo nos estuvo hablando de los secretos de la cata, los aromas y matices del vino, al tiempo que practicábamos con distintos caldos. Dio por hecho que lo sabíamos, así que no nos dijo nada y, cada vez que probábamos uno, nos lo tragábamos.
—?Y?
—?Que había que escupirlo!
Puse cara de asco y rompí a reír.
—?No!
—En esas jornadas se podían probar hasta veinte vinos diferentes, y, aunque no es una acción muy agradable, sí es lo aconsejable. Al cabo de una hora, no me tenía en pie. Me puse fatal y tuve la peor resaca de toda la historia. Creo que odio el vino desde ese día.
Lo miré de reojo y sacudí la cabeza.
—Y aun así hiciste el grado.
—Yo tampoco tenía muchas opciones entonces —respondió con la vista perdida en el horizonte.
Nos encontrábamos en uno de los muchos miradores al golfo de Nápoles que tenía Sorrento. En el horizonte comenzaba a distinguirse una leve claridad.
—Oye, ?no te apetece comer algo? Yo me muero de hambre —me sugirió.
—Yo también, la verdad. —Miré a mi alrededor—. Pero parece que todo está cerrado.
él me gui?ó un ojo y volvió a tomarme de la mano. Tiró de mí y avanzó deprisa.
—?Adónde vamos? —pregunté.
—Ahora lo verás. Tú ve pensando cómo vas a agradecérmelo.
Le di un manotazo y él se echó a reír. Enseguida reconocí la terraza y la fachada del restaurante. Lucas sacó unas llaves de su bolsillo y abrió la puerta. A continuación, desconectó la alarma.
—?No tendrás problemas por hacer esto? —susurré desde la entrada.
—?Qué va! Dante es un buen tío y sabe que puede confiar en mí. Ven, vamos a la cocina.
Lucas encendió las luces y yo me quedé en la puerta sin saber muy bien qué hacer. Mirándolo todo con un poco de aprensión. Las paredes eran de un blanco impoluto y los muebles y los electrodomésticos, de acero inoxidable. Olía a ambientador y desinfectante.
Lucas sacó pan de un armario y lo puso en la mesa. Después abrió un frigorífico de dos puertas enorme.
—?Qué te apetece?
—?Qué hay?
—Ven y lo verás.
Me asomé por encima de su brazo. La nevera estaba repleta de comida y todo tenía un aspecto estupendo.
—Queso y tomate —decidí.
Lucas tomó los ingredientes y los llevó a la mesa. Yo me acomodé en un taburete y lo observé, mientras él cortaba el queso en lonchas y el tomate en rodajas. Movía las manos con rapidez y destreza. Se le daba bien. Después abrió una barra de pan y la rellenó, le puso un poco de orégano, pimienta y aceite. La cortó por la mitad y la metió en una bolsa de papel.
Al salir, se coló tras la barra y cogió dos refrescos de cola. Cerró de nuevo el restaurante y nos encaminamos a un parque cercano. No había nadie en la calle, todo estaba desierto.
Nos sentamos sobre el césped, entre miradas y sonrisas, y comimos rodeados de un silencio cómodo.
Es increíble lo rápido que una persona puede acostumbrarse a lo bonito.
A lo que le hace sentir bien.
A vivirlo como si siempre hubiese estado ahí.
25
En cuanto terminamos de comer, Lucas se quitó las zapatillas y hundió los pies en el césped. Yo lo imité. Estiré las piernas y mi piel desnuda se estremeció al notar la humedad del suelo. Suspiré hondo. El alcohol aún enturbiaba un poco mi cerebro y mi cuerpo parecía de goma.
—?Te importa si fumo?
Negué con la cabeza y Lucas se apresuró a sacar una cajetilla de su bolsillo trasero. Prendió un cigarrillo. Luego dio una profunda calada. Expulsó el humo y miró mis pies con curiosidad.
—?Por qué no te quitas los calcetines?
—Estoy bien.
—Me refiero a por qué nunca te los quitas. Siempre llevas unos puestos.
Me ruboricé, un poco incómoda, y encogí las piernas hasta que las rodillas me tocaron el pecho.
—Me gustan.
En su boca se dibujó una sonrisa traviesa.
—Venga, dime la verdad.
—?Y por qué debería?
Se puso serio de inmediato y un tic contrajo su mandíbula. Dio otra calada y entornó los párpados cuando el humo le entró en los ojos.
—Mentir hace da?o.
Sonrió al mirarme y sus rasgos se suavizaron, pero yo sentí que lo había dicho en serio.
—?Alguna vez has visto los pies de una bailarina que no ha hecho otra cosa más que bailar durante los últimos quince a?os? —Negó con un gesto y la curiosidad marcó arruguitas en su frente—. Pues son muy feos.
Alzó las cejas.
—?No te quitas los calcetines porque crees que tus pies son feos?
—Sé que lo son.
—No puede ser para tanto. Ensé?amelos.
—?Qué? ?No!
—Por favor.
—?No!
Dio una última calada a su cigarrillo y metió la colilla en la lata. Me miró con una lentitud premeditada, que hizo que el estómago me diera un vuelco. No tuve tiempo para reaccionar. Se abalanzó sobre mí y yo grité. Nos convertimos en una mara?a de brazos y piernas. De gritos y risas. Le di una patada en el estómago sin querer, y él me mordió en la pierna queriendo.