—Sí, he enviudado dos veces. Desde entonces, ningún hombre del pueblo quiere salir conmigo. —Suspiró divertida—. Verás...
Y así, paseando entre limoneros y cigarras, Catalina me habló de los dos hombres que habían marcado su vida. De Vincenzo, su primer y gran amor. Un hombre de carácter arrollador, impulsivo y pasional, con el que vivió una intensa historia a la que un problema cardíaco puso fin demasiado pronto. De él solo le quedó su recuerdo y un hijo maravilloso, Giulio.
A?os más tarde, en su camino se cruzó Alonzo, y volvió a sentir emociones que ya creía imposibles. Durante treinta a?os compartieron un amor dulce y sereno, y de esa unión nació su segunda hija, ángela. Me confesó que, aunque ya habían pasado tres a?os desde su muerte, seguía conservando su ropa en el armario. Y que todas las noches abría sus puertas y olía sus camisas antes de irse a dormir.
Y así, a través de sus palabras, me mostró retazos de su vida. Me permitió conocerla más. Y me hizo desear, con ganas desesperadas, que esa historia también fuese un poco mía. Sentirme una consecuencia de algo tan especial, por muy idílico o estúpido que sonase.
21
Vencer mi timidez y salir de la casa me costó casi una hora, todo el tiempo que había pasado pegada a la ventana, escuchando las voces que ascendían desde el jardín. Llevaba cuatro días en Sorrento. Cuatro días en los que no había dejado de sentirme una intrusa, durante los cuales pensé un centenar de veces en largarme y olvidarme de todo.
Ya no se trataba solo de mí y de encontrar respuestas. Cualquier paso que pudiera dar involucraba a otras personas. Alteraría sus vidas sin vuelta atrás, y todo... ?por qué?, ?por unas fotografías que podrían no ser nada?
Mientras bajaba las escaleras, me sentí más insegura que nunca. Me ajusté la coleta. Ese gesto se había convertido en un tic, lo hacía continuamente. Como aplastar el pelo con las manos cuando lo llevaba recogido en un mo?o. Hábitos que había ido adquiriendo con los a?os y de los que empezaba a ser consciente ahora.
El portón trasero estaba abierto y desde el vestíbulo pude ver las guirnaldas de bombillas enredadas en los árboles y su cálida luz. Salí fuera y los encontré a todos alrededor de la mesa, excepto a Marco y los sobrinos de Julia.
Lucas tampoco estaba.
Apenas le había visto desde la noche de la barbacoa. Una camarera del restaurante donde trabajaba se había puesto enferma y él se había ofrecido a hacer sus turnos. Solo pasaba por casa el tiempo necesario para dormir y ducharse.
Nada más verme, me hicieron un sitio en la mesa. Giulio me sirvió una especie de licor y me lo ofreció con una sonrisa enorme, que yo le devolví con el mismo entusiasmo. Era contagioso.
—Gracias. —Di un sorbo y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Era fuerte, pero sabía bien—. ?Qué es?
—Limoncello.
—Está muy bueno.
Giulio me gui?ó un ojo y después se sentó al lado de Dante.
—?Te gusta estar aquí, Maya? —me preguntó Iria.
—Me encanta. Todo es muy bonito y tranquilo.
—?Y dónde te metes? No se te ve el pelo —inquirió Julia.
—En casa, aunque he salido a dar algunos paseos.
—No nos has contado qué haces en Madrid, a qué te dedicas... ?Algún novio?
Vi que Roi ponía los ojos en blanco.
—Porque no es asunto nuestro —intervino Catalina—. Aquí solo escuchamos, no preguntamos. Si Maya quiere contarnos algo, seguro que lo hará.
La miré y ella me devolvió la mirada. Lo había hecho por mí. Había frenado la curiosidad de Julia para evitarme la incomodidad de hablar sobre mí. ?Tan transparente le resultaba? Porque no se había equivocado.
Tenía la sensación de que cualquier cosa que pudiera decir iba a ser un motivo de sospecha. Más aún si mencionaba el ballet, el conservatorio o cualquier otro detalle relacionado con ellos.
—Buenas noches.
La voz de Lucas sonó a mi espalda. Mis ojos volaron hasta él y el corazón me palpitó con fuerza al verlo. Fue un acto reflejo que me sorprendió.
—?De fiesta sin mí? —a?adió.
Catalina le echó los brazos y él se acercó para darle un beso en la mejilla.
—Pareces cansado.
—Estoy muerto, nonna.
—Daniela se encuentra mucho mejor. Volverá ma?ana —anunció Dante.
Lucas se dejó caer en la silla que había a mi lado y escondió un bostezo tras su mano.
—Eso es genial.
—Tú puedes tomarte el día libre.
—?Estás seguro?
—Sí, ma?ana descansa —le aseguró Dante.
—No pienso discutirlo.
Se inclinó hacia delante. Alcanzó un vaso de la mesa, le puso hielo y después, un poco de limoncello. Volvió a acomodarse en la silla y me dio un golpecito con la rodilla.
—Hola —me susurró.
—Hola.
Nos sonreímos, como si hubiéramos compartido un momento, y eso me gustó.
Entonces, Roi le preguntó algo sobre cómo conectar no sé qué cable a un televisor y Lucas le prometió que pasaría al día siguiente para echarle una mano. Blas nos contó que había empezado a ver una serie alemana sobre saltos en el tiempo, e Iria aseguró que, tras cuatro capítulos, continuaba sin entender de qué iba realmente. él le replicó que la comprendería mucho mejor si no se quedara dormida a los cinco minutos.
Todos rompieron a reír.
Y las conversaciones continuaron fluyendo como si nada. Sobre series, viajes, cotilleos, política y cualquier cosa que se les ocurría. Yo los escuchaba y, aunque trataban de hacerme partícipe, apenas lograba responder con algún monosílabo. No sabía nada sobre nada, y comencé a sentirme extra?a, como si ellos pertenecieran a un planeta y yo, a otro muy distinto.
Con la excusa de que necesitaba estirar las piernas, me puse en pie y me alejé dando un paseo. Comenzaba a dolerme la cabeza. Me solté la coleta y la desenredé con los dedos. El alivio fue inmediato y empecé a preguntarme por qué continuaba peinándome de ese modo. Por qué seguía forzando la postura de mi cuerpo al moverme, doblaba los arcos de los pies o los apoyaba en las puntas para desentumecerlos y mantenerlos calientes.
Nada de eso tenía ya sentido.