Cuando no queden más estrellas que contar

—Son cigarras.

Bajé la vista y me encontré con Roi. Me observaba desde un sillón de mimbre que había colocado a la sombra. Vestía un traje blanco con camisa beis, un sombrero panamá y unas alpargatas estampadas.

—Hola, no te había visto. —él me dedicó una sonrisa y se ajustó el sombrero de paja para cubrirse un poco más la cara. Sobre su estómago reposaba un libro abierto—. ?Qué tal estás?

—Bien, ?y tú?

—Curioseando un poco. —Se?alé el libro con un gesto—. ?Qué estás leyendo?

él le dio la vuelta para que pudiera ver la portada. Parecía un libro romántico.

—Me lo ha prestado Julia, dice que es apasionante.

Sonreí, no pude evitarlo.

—?Y a ti qué te parece?

—Contexto histórico mejorable, saltos en el tiempo con los que Wells habría llorado y una historia de amor apresurada. —Llenó su pecho de aire y sopesó el libro en la mano—. Y aun así, soy incapaz de soltarlo.

Apreté los labios para no reír y observé sus ojos casta?os, astutos y despiertos a pesar de ese aire aburrido con el que forzaba su actitud.

—Entonces, será mejor que te deje seguir leyendo. Iré a dar una vuelta.

Lo dejé allí sentado y me alejé siguiendo el muro. Alcancé una verja de hierro. Tras ella apareció un campo de limoneros y me adentré en aquel bosque verde salpicado de frutos amarillos que me cobijaba del sol y el calor. Arranqué un par de hojas y las froté con las palmas de las manos. Olían muy bien.

Continué caminando hasta que el huerto quedó atrás y la costa apareció frente a mí. Me senté en la tierra, con las rodillas pegadas al pecho, y contemplé las vistas. El mar era una sinfonía de tonos turquesa y mi mente, un concierto de emociones contradictorias.

Me sentía feliz por estar allí, pero también me ponía triste darme cuenta de que la distancia que había puesto con Espa?a no era solo física. Mi familia pasaba de mí; y, pese a todo el tiempo que había compartido con el resto de bailarines de la compa?ía, no había logrado abrirme lo suficiente como para estrechar lazos y entablar amistad.

Esa certeza me hizo sentir más sola que nunca.

—Las vistas son preciosas desde aquí, ?verdad?

Di un respingo y alcé la cabeza. Encontré a Catalina a mi espalda, con un cesto repleto de limones colgado del brazo.

—Hola. —Me puse de pie y me sacudí los pantalones—. Son muy bonitas. ?Necesitas ayuda con eso?

Hizo una mueca.

—Pues ya que lo dices. —Me apresuré a coger el cesto y lo sostuve con las dos manos—. Suelo venir casi todas las ma?anas a recoger limones. A mis nietos les gusta la limonada casera. —Se pasó la mano por la frente—. Hace calor. ?Te importa si regresamos?

—Claro que no.

Nos adentramos en el limonar.

—A mi abuelo también le gustaba hacer limonada casera —dije en voz baja.

—?Le gustaba? ?El hombre ha fallecido?

—?No, él está bien! —El rostro de Catalina se relajó—. Perdió la vista hace un par de a?os por la diabetes y dejó de hacer muchas cosas.

—?Qué desgracia!

—Fue un duro golpe para él, pero ahora está mucho mejor. No es de los que se rinden.

Ella ladeó la cabeza y me miró sin perder la sonrisa. Me di cuenta de que curvaba los labios del mismo modo que Giulio. El lado derecho siempre tiraba un poco más hacia arriba.

—Os lleváis muy bien, ?verdad? —me preguntó. Sonreí y sacudí la cabeza con un sí—. Se nota.

—He crecido con él y lo quiero muchísimo. Es como un padre para mí.

—?Te has criado con tu abuelo?

—Y con mi abuela. Ellos se han ocupado de mí desde que nací.

Ella asintió y se abrazó la cintura mientras caminaba.

—?Puedo preguntarte qué ocurrió con tus padres?

—?Con mis padres? —susurré sorprendida. Hablar con Catalina era tan fácil que había empezado a contarle mi vida sin ser consciente de que lo hacía—. En realidad, nada... No sé...

Las palabras me faltaban. Se me atascaban. Catalina alargó el brazo y me colocó un mechón de pelo tras la oreja. Yo aparté la mirada, como el que esconde un secreto y trata de evitar que lo descubran.

—No tienes que contarme nada si no quieres. Solo soy una vieja curiosa que pregunta demasiado.

—No es eso. —La sensación de ahogo creció dentro de mi pecho—. No sé quién es mi padre, porque mi madre tampoco lo sabe. Ella me dejó a cargo de mis abuelos cuando yo tenía cuatro a?os, y no la he visto mucho desde entonces. No hay más.

?Se puede decir la verdad y mentir al mismo tiempo? Sí, yo lo estaba haciendo, y me avergonzaba.

—Siento que haya sido así, pero ?sabes una cosa? Lo importante es crecer rodeados de amor, porque eso es lo único que de verdad necesitamos. Sentirnos arropados, protegidos y queridos. Además, crecer con una abuela tiene una gran ventaja, siempre consienten más. ?Que se lo digan a mis nietos! —exclamó con un aire teatral.

Me reí con ella y el corazón me dio una sacudida cuando me rodeó los hombros con su brazo.

—Tus nietos tienen suerte de tenerte. Eres una buena persona.

Estudió mi rostro y tuve la certeza de que notó algo en mí, porque su voz sonó cautelosa:

—?Y cómo es tu abuela?

Tragué saliva, incómoda.

—Olga es... No sé, es... —No quería decir nada malo de ella, pero tampoco encontraba algo bueno que destacar—. No sé, Olga es... Olga.

Su brazo me apretó con más fuerza.

—No te preocupes, cuando a mí me preguntaban por mis maridos, que en paz descansen los dos, solo alcanzaba a decir que eran unos hombres muy limpios. ?Te imaginas? ?Limpios! Cuando ambos eran tan maravillosos que podría haber escrito un libro sobre cada uno.

—?Murieron los dos? Lo siento.

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