Cuando no queden más estrellas que contar

Se me aceleró el corazón y una emoción inesperada se expandió bajo mis costillas. Miré de nuevo la bici y sonreí de oreja a oreja. Un mundo de posibilidades acababa de abrirse ante mí.

—?Es genial! De verdad, gracias.

—De nada. Pero ten cuidado, ?de acuerdo?

—Lo tendré, prometido.

Se me quedó mirando y yo le devolví la mirada. Mis ojos volaron hasta ese lunar sobre su ceja y me pregunté si él se habría dado cuenta del mío. Puede que no. Puede que sí. Puede que él solo viese un lunar más y yo, la mitad de mi vida.

Giulio esbozó una sonrisa, alzó la mano a modo de despedida y se lanzó escaleras abajo.

Yo respiré con fuerza, y sentí tanto en ese momento que me eché a temblar. Cerré la puerta y apoyé la espalda en la madera. Llevaba una semana en Sorrento y cada día imaginaba un escenario distinto en el que le contaba a Giulio que había ido hasta allí por él, a buscarlo. Creaba en mi mente los diálogos, les daba vida. Sin embargo, no lograba darles voz. Me quedaba muda siempre que lo veía. Cada vez que me encontraba con él. Paralizada por el miedo. Por las posibilidades.

Abrí de nuevo la puerta y contemplé la bici. Era increíblemente ?o?a, y el casco rosa dolía a la vista; pero ?a quién le importaba? A mí no.




Notaba un cosquilleo en todo el cuerpo mientras pedaleaba y admiraba el paisaje. Las vistas continuaban asombrándome. Acantilados escarpados se sumergían verticales en las aguas claras y azules de un mar Mediterráneo tan igual al que yo conocía, y tan distinto al mismo tiempo...

Desde lo alto, podía ver las peque?as playas idílicas que rompían esa línea de roca. Las casas que salpicaban las laderas. Los huertos de naranjos y limoneros encastrados en terrazas de tierra que colgaban como balcones. Y todo ba?ado por una luz brillante que hacía que los colores resultaran chillones a la vista.

Dejé atrás la carretera y me adentré en las calles del pueblo.

Julio había traído consigo una marea de turistas. Casi no se podía andar por algunas travesías y las plazas hervían de gente que competía por una mesa en las terrazas o un rincón a la sombra en el que protegerse del calor.

Caminé con la bici y me entretuve curioseando en algunos puestos de ropa y zapatos, en una vía paralela a la calle San Cesareo que, junto con Corso Italia, formaban la columna vertebral de Sorrento y concentraban un gran número de comercios.

Descubrí una peque?a tienda de zapatos en la que vendían unas sandalias preciosas. Me fijé en unas de color rojo, planas y con tiras decoradas con cristalitos. Se me hizo un nudo en la tripa mientras las sostenía y miraba mis pies dentro de los calcetines y las zapatillas. Había arrastrado ese complejo durante más tiempo del que recordaba.

Cerré los ojos un momento, inspiré hondo y no lo pensé.

Compré las sandalias y también unas chanclas. En otro puesto me hice con un par de biquinis y conjuntos playeros. Por último, entré en una tienda de ropa de estilo boho y adquirí unos vestidos de temporadas anteriores, que estaban de oferta, y una falda con calados y volantes a juego con un top.

Colgué las bolsas en el manillar y comprobé la hora. Estaba pensando en comer algo por la zona, cuando oí que alguien gritaba mi nombre. A lo lejos, vi una mano que me saludaba. Era Mónica. Agité el brazo.

—Hola —grité.

Ella sonrió y vino a mi encuentro.

—?Hola! No estaba segura de que fueses tú.

Inspiró hondo y colocó las manos a ambos lados de su cintura, lo que hizo que me fijara en su abultada barriga. Durante la barbacoa no me había percatado de que su embarazo estuviese tan avanzado. Resopló fatigada, y yo comencé a preocuparme.

—?Te encuentras bien?

—Sí, es por este calor y los kilos extra que llevo encima.

—?De cuánto estás?

—De seis meses, pero voy a tener mellizos y por eso parezco un globo aerostático.

Se me escapó la risa.

—Perdona, no quería reírme.

Hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.

—Tranquila, yo también me reiría si no me hiciera pis encima. ?Qué haces por aquí?

—Unas compras. ?Y tú?

—Mi floristería está un poco más abajo, acabo de cerrar. —Frunció el ce?o—. ?Has comido?

—No, estaba pensando en buscar algo por aquí cerca.

—De eso nada, te vienes conmigo a casa de mis suegros. Los días que Tiziano trabaja en Nápoles, siempre como con ellos.

—Pero no quiero molestar.

Ella sacudió la cabeza y enlazó su brazo con el mío.

—Estarán encantados, ya lo verás.

Los suegros de Mónica me hicieron sentir una más de la familia desde el primer instante. Eran amables y cari?osos, y un poco escandalosos al hablar. Me atiborraron de comida hasta el empacho, pero no me quejé. Todo estaba delicioso. Probé por primera vez la tortilla de macarrones y el gattò de patatas. Y de postre comí sfogliatella, un hojaldre relleno que sabía a gloria.

Acababan de servir el café cuando Mónica recibió la llamada de un repartidor que la esperaba frente a su floristería. Tras despedirme de sus suegros y prometerles que los visitaría otro día, acompa?é a Mónica hasta su negocio.

—Los llamé la semana pasada para recordarles que solo abriré por las ma?anas y que el reparto deben hacerlo durante esas horas —me explicó muy enfadada.

Cuando llegamos a la floristería, el repartidor parecía molesto por haber tenido que esperarla. Mónica no se achantó ni un poco. Tras una breve discusión, en la que apenas logré entender algunas palabras, él abrió su furgoneta y sacó varios cubos de plástico repletos de flores, que llevó dentro del local mientras se disculpaba.

—No dejes la bici en la calle —me aconsejó Mónica, una vez que nos quedamos a solas.

—?Seguro?

—Sí, colócala junto al mostrador.

Se agachó para levantar uno de los cubos, pero yo me apresuré a detenerla.

—Oye, podrías hacerte da?o. ?Por qué no me dices qué hacer y yo me encargo?

—?Lo harías? —preguntó esperanzada.

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