A media tarde, Lucas se marchaba al restaurante y no regresaba hasta la madrugada. Yo me perdía en el huerto con un libro nuevo y a última hora volvía y compartía lo que quedaba del día con todas aquellas personas que empezaban a convertirse en un pedacito de mí.
Abrí los ojos, muerta de calor y con el pelo pegado al cuello por el sudor. Miré el ventilador, que giraba en el techo con las aspas cortando el aire con un ligero zumbido. Un ruidito me hizo girar la vista y encontré a Lucas a mi lado. Dormía con la cabeza colgando hacia atrás y la boca entreabierta.
Me sorprendió verlo aún allí, pero entonces recordé que esa tarde no trabajaba.
Lo observé inmóvil. Tenía la mandíbula cuadrada, la nariz peque?a y recta y las cejas pobladas. La sombra de una barba endurecía sus rasgos y hacía imposible no fijarse en sus labios gruesos. Me encantaban sus pecas. Tenía un montón, aunque algunas eran tan peque?as y claras que apenas se notaban. Sobre la mejilla izquierda había unas que, si las unías con una línea, formaban una m. Estaba segura.
M de Maya.
Puse los ojos en blanco por pensar esas tonterías como una adolescente enamoradiza.
—Si sigues mirándome así, voy a pensar que te gusto.
Pegué un bote al escuchar de pronto su voz. Me llevé una mano al pecho con un susto de muerte.
—No te estaba mirando.
Sonrió y abrió los ojos. Su sonrisa perezosa se hizo más amplia.
—Oye, que no me importa. Yo también te miro.
—?Que no te estaba mirando! —Fruncí el ce?o y el corazón se me aceleró hasta un punto crítico. Me giré hacia él—. ?Me miras?
Se se?aló un ojo y después, el otro. Una mirada socarrona transformó su expresión adormilada.
—Son unos descarados.
—Ya, como si tú no tuvieras nada que ver con eso.
—Tú también eres una descarada que me observa cuando duermo —dijo en voz baja y sugerente—. Me gusta.
Me levanté. Los latidos de mi corazón se extendían por todo mi cuerpo y me había puesto roja. El efecto que Lucas tenía en mí iba a más y las palabras de Matías se convirtieron en un zumbido molesto en mi cabeza. No podía pillarme por este chico.
Su mano en mi mu?eca me detuvo.
—Perdona, como seductor soy un desastre.
—Y otras muchas cosas, pero ?quién quiere contarlas?
Rompió a reír y tiró de mi brazo. Caí a su lado y mi cuerpo rebotó en el sofá. Se inclinó sobre mí.
—?Qué otras cosas soy?
Lo miré, sin ninguna respuesta rápida e ingeniosa que me ayudara. Porque Lucas no era un desastre en ese sentido, al contrario. Cautivaba sin esfuerzo, como si se tratase de una cualidad innata, y eso lo hacía fascinante. Bajó la mirada a mis labios y una punzada de deseo me atravesó. Fue una sensación inesperada e intensa, y lo sentí. A él. Muy dentro. Colándose bajo mi piel como una tormenta. Y no lo vi venir.
—?Te apetece que vayamos a la playa? —me preguntó de repente.
—Con este calor..., sí.
Otra sonrisa. Más traviesa. Más íntima. Más peligrosa.
Se puso en pie y yo volví a respirar. Alcé la cabeza al techo y contuve una risita que él descubrió.
Minutos después, subíamos al coche con una mochila con agua, algo para picar y unas toallas. Lucas condujo en dirección a Amalfi. Eran poco más de las cinco y media y el sol aún calentaba con fuerza. El aire que entraba por las ventanillas embotaba los oídos y era imposible hablar o poner la radio, así que me distraje contemplando el paisaje.
Media hora más tarde, Lucas aparcaba en el margen de la carretera. Caminamos un kilómetro por un sendero de tierra, hasta una pendiente escarpada. El paisaje era precioso en esa zona, lleno de vegetación y con unas vistas al mar increíbles.
Alcanzamos una escalera, formada por las rocas de la ladera.
—Ten cuidado, suelen estar húmedas y resbalan —dijo Lucas.
—Vale.
Di un par de traspiés. Era incapaz de apartar los ojos de la cala a la que nos dirigíamos, peque?a y escondida entre paredes de piedra y las ruinas de una antigua villa romana. Extendimos las toallas sobre una playa casi inexistente de guijarros, pero quién quería tumbarse, pudiendo sumergirse en un agua tan cristalina que destellaba con el reflejo del sol como si estuviera hecha de diamantes.
Me quité la ropa y la dejé junto a la mochila. Después me ajusté el biquini. Pillé a Lucas observándome y fingí no darme cuenta. Me daba un poco de corte que me viera tan desnuda. Porque así me sentía, expuesta.
—?Estará fría? —pregunté.
—Solo un poco. Ven.
Lo seguí hasta la orilla, pero cuando el agua me rozó los pies, di un paso atrás. Estaba helada.
Lucas ya flotaba boca arriba unos metros más allá y ladeó la cabeza para mirarme.
—?Quieres que vaya a por ti?
—Solo necesito un momento.
—Si lo piensas, no lo harás.
Inspiré hondo varias veces y me metí sin vacilar. El agua salada me cubrió hasta la coronilla. Tomé aire de golpe al sacar la cabeza y me reí solo por la impresión. Giré sobre mí misma, buscando a Lucas, pero no lo vi por ninguna parte.
De pronto, emergió a solo dos palmos de mí. Me salpicó.
—?Eh!
Yo lo salpiqué a él y me contagié de su risa. Nos hicimos ahogadillas, como dos ni?os que juegan. Aunque, en realidad, éramos dos adultos con una excusa para tocarse. Su mano, en mi cintura. La mía, en su pecho. Su estómago, contra mi espalda. Piernas enredándose.
Acabamos meciéndonos en el agua, entre miradas fugaces y mal disimuladas. Hasta que el paso de los minutos nos hizo más osados y nos quedamos mirándonos. Sus pupilas, clavadas en las mías como si me viese por primera vez. Las mías, absorbiendo los detalles de su rostro, como las gotitas atrapadas en sus pesta?as. Sus ojos azules, que bajo esa luz parecían de un gris muy claro. Los reflejos que el sol le arrancaba a su cabello casta?o. El vaivén de la superficie salada chocando contra sus labios.
Vino más gente y nos decidimos a salir del agua. Me tumbé en la toalla y cerré los ojos al notar el calor de sol. Lucas se sentó a mi lado. Lo oí hurgar en la mochila. Después, el sonido del mechero. Sus labios aspirando. El chisporroteo de las hojas secas al quemarse. Una exhalación.
—?Desde cuándo fumas?