Por unos demonios más

No me encontraba bien. Se me revolvió el estómago cuando me senté en mi silla de respaldo recto de la cocina, a la pesada y enorme mesa antigua de Ivy, que estaba junto a una pared interior. El sol era como una fina lámina de oro que brillaba en el frigorífico de acero inoxidable. No lo veía tan a menudo. No estaba acostumbrada a estar despierta tan temprano y mi cuerpo estaba empezando a hacérmelo saber. No creía que fuese por el problema de la ma?ana. Sí. Ya.

 

Cerré la bata de rizo y busqué en la guía telefónica mientras Jenks e Ivy discutían junto al fregadero. Tenía el teléfono en el regazo, así que Ivy no se apoderaría de él mientras buscaba a alguien que volviese a consagrar la iglesia. Ya había llamado a los tipos que habían arreglado el tejado para que nos diesen presupuesto para el salón. Eran humanos y a Ivy y a mí nos gustaba utilizarlos, ya que normalmente solían llegar antes de mediodía. Newt había arrancado la moqueta y también varios trozos de paneles de las paredes.

 

Los hijos de Jenks estaban allí ahora mismo, aunque se suponía que ni siquiera deberían estar en la iglesia y, por los gritos y el repicar de sus risas, estaban destrozando el aislamiento que había quedado expuesto.

 

Al girar otra de las finas páginas de la guía me pregunté si Ivy y yo podríamos aprovechar la oportunidad para hacer algunas reformas. Debajo de la moqueta había un bonito suelo de madera e Ivy tenía muy buen ojo para la decoración. Había reformado la cocina antes de mudarme yo y me encantaba como había quedado.

 

La gran cocina de tama?o industrial nunca había sido consagrada, ya que se había a?adido a la iglesia para celebrar comidas de domingo y recepciones de boda. Tenía dos cocinas, una eléctrica y otra de gas, así que no tenía que preparar la cena y los hechizos sobre la misma superficie. Tampoco es que utilizase la cocina demasiado a menudo para cocinar. Yo era más bien de microondas, o de cocinar algo en la fantástica parrilla de Ivy en la parte de atrás de la casa, en el ordenado jardín de bruja que había entre la iglesia y el cementerio.

 

En realidad, yo hacía la mayoría de mis hechizos en la isla de la cocina que estaba entre el fregadero y la mesa de comedor rústica. Había una especie de estante en lo alto donde colgaba las hierbas con las que estaba trabajando y mi equipo de hechizos, que no cabía debajo de la isla y, con el gran círculo grabado en el linóleo, era un lugar seguro para invocar un círculo mágico. No había tuberías ni cables que cruzasen por encima al ático ni por abajo al semisótano que pudiese romper. Lo sabía. Lo había comprobado.

 

La única ventana que había daba al jardín y al cementerio, que constituían una práctica mezcla de suministros para mis hechizos terrenales y la estricta organización informática de Ivy. Era mi habitación favorita de la iglesia, aunque la mayoría de las discusiones tuviesen lugar allí.

 

El aroma cortante a escaramujo fluía del té que había hecho Ceri antes de marcharse. Fruncí el ce?o al mirar el líquido rosa pálido. Preferiría tomar café, pero Ivy no iba a hacerlo y yo me iba a ir a la cama en cuanto me quitase de encima el tufo a ámbar.

 

Jenks estaba de pie en el alféizar de la ventana con su postura de Peter Pan: las manos en la cadera y el aire chulesco. El sol alcanzó su pelo rubio y sus alas de libélula, por lo que envió reflejos de luz a todas partes de la habitación al moverse.

 

—Da igual lo que cueste —dijo, colocado de pie entre mi beta, el se?or Pez, que nadaba en una copa gigante de co?ac, y el depósito de artemias salinas de Jenks—. El dinero no te sirve de nada si estás muerto. —Sus peque?as facciones angulares se afilaron—. Al menos no a nosotros, Ivy.

 

Ivy se puso rígida y su rostro ovalado y perfecto no mostró ninguna emoción. Al exhalar levantó su atlético metro ochenta del suelo, que había estado apoyado en la encimera, y luego se estiró los pantalones de cuero, que solía llevar mientras estaba investigando, y sacudió su envidiable pelo liso y negro como tenía por costumbre. Se lo había cortado hacía un par de meses y yo sabía que seguía olvidando lo corto que lo tenía, justo por encima de las orejas. La semana pasada le había comentado que me gustaba, y se lo había peinado con forma de púas hacia abajo, con las puntas doradas. Le quedaba genial y me preguntaba de dónde vendría su reciente preocupación por su aspecto. ?De Skimmer, quizá?

 

Me miró con los labios fruncidos y con puntos de color por toda la piel, normalmente pálida. Sus ojos almendrados delataban su origen asiático y eso, combinado con aquellos rasgos tan definidos, la hacía muy atractiva. Tenía los ojos marrones la mayor parte del tiempo, y la pupila se le ponía negra cuando su estado de vampiro vivo se apoderaba de ella.