Humo yespejos

Volví al palacio.

 

No lo vi. Pero imaginemos a la chica que regresa, frustrada y hambrienta, a su cueva y encuentra mi cesta que ha caído al suelo.

 

?Qué hizo?

 

Quiero creer que primero jugó con las cintas, se las enroscó en el cabello negro como el azabache, hizo un lazo con ellas alrededor del cuello pálido o de la cintura minúscula.

 

Y luego, curiosa, apartó el pa?o para ver qué más había en la cesta y vio las manzanas rojísimas.

 

Olían a manzanas frescas, por supuesto; y también olían a sangre. Y ella tenía hambre. Me la imagino cogiendo una manzana, apretándola contra la mejilla, sintiendo la fría suavidad contra la piel.

 

Entonces, abrió la boca y la mordió…

 

Cuando llegué a mis aposentos, el corazón que colgaba de la viga del techo, junto a las manzanas y los jamones y los salchichones, había dejado de latir. Estaba allí colgado, silencioso, sin movimiento ni vida, y me sentí a salvo otra vez.

 

Aquel invierno las nieves fueron altas y profundas y tardaron en derretirse. Todos teníamos hambre cuando llegó la primavera.

 

La Feria de Primavera mejoró un poco aquel a?o. Los habitantes del bosque eran escasos, pero estaban allí, y había viajeros de las tierras del otro lado del bosque.

 

Vi a los hombrecitos peludos de la cueva del bosque comprando y regateando por pedazos de vidrio y trozos de cristal y de roca de cuarzo. Pagaban por el cristal con monedas de plata: el botín de los actos de mi hijastra, no tenía la menor duda. Cuando corrió el rumor de lo que estaban comprando, los vecinos del lugar volvieron a sus casas a toda prisa y regresaron con sus cristales de la suerte y, en algunos casos, con hojas enteras de vidrio.

 

Por un momento pensé en hacer que mataran a los hombrecitos, pero no lo hice. Mientras el corazón colgara silencioso e inmóvil y frío de la viga de mi aposento, yo estaba a salvo y también lo estaba la gente del bosque y, por lo tanto, con el tiempo, la gente de la ciudad.

 

Era el día en que cumplía veinticinco a?os, y mi hijastra se había comido la fruta envenenada hacía dos inviernos, cuando el príncipe vino a mi palacio. Era alto, muy alto, con ojos verdes y fríos y la tez morena de los habitantes del otro lado de las monta?as.

 

Viajaba con un séquito peque?o: lo bastante grande para defenderle, lo bastante peque?o para que otro monarca —yo, por ejemplo— no le viera como una amenaza potencial.

 

Fui práctica: pensé en la alianza de nuestros países, pensé en un reino que se extendía desde los bosques hasta el mar al sur; pensé en mi amor barbudo de pelo dorado, muerto hacía ocho a?os; y, por la noche, fui a la habitación del príncipe.

 

No soy ninguna inocente, aunque mi difunto marido, que fue mi rey, realmente fue mi primer amante, digan lo que digan.

 

Al principio él parecía excitado. Me pidió que me quitara el vestido y que me pusiera delante de la ventana abierta, lejos del fuego, hasta que tuviera la piel helada. Luego me pidió que me echara de espaldas, con las manos juntas sobre el pecho, los ojos bien abiertos, pero mirando sólo las vigas de arriba. Me dijo que no me moviera y que respirase lo menos posible. Me imploró que no dijera nada. Me separó las piernas.

 

Fue entonces cuando me penetró.

 

Cuando el príncipe empezó a empujar dentro de mí, sentí cómo se me alzaban las caderas, sentí cómo empezaba a ajustarme a él, presión por presión, empujón por empujón. Gemí. No lo pude evitar.

 

Su miembro viril salió de mí, deslizándose. Bajé la mano y lo toqué, una cosa diminuta y resbaladiza.

 

—Por favor —dijo en voz baja—. No debes ni moverte ni hablar. Simplemente yace ahí en las piedras, tan fría y tan hermosa.

 

Lo intenté, pero él había perdido la fuerza, fuera cual fuera, que le había hecho viril; y, poco después, abandoné su habitación, con el resonar de sus maldiciones y lamentos aún en mis oídos.

 

Se marchó a la ma?ana siguiente temprano, con todos sus hombres, y se internó en el bosque.

 

Me imagino su entrepierna, entonces, mientras cabalgaba, un nudo de frustración en la base de su virilidad. Me imagino sus labios pálidos apretados con tanta fuerza. Después, me imagino su peque?a comitiva recorriendo el bosque a caballo, encontrándose por fin con el túmulo de vidrio y cristal de mi hijastra. Tan pálida. Tan fría. Desnuda bajo el cristal y poco más que una ni?a, y muerta.

 

En mi fantasía, casi siento la dureza repentina de su virilidad dentro de sus pantalones, preveo la lujuria que se apoderó de él en aquel momento, las oraciones masculladas entre dientes agradeciendo su suerte. Me lo imagino negociando con los hombrecitos peludos, ofreciéndoles oro y especias por el hermoso cadáver de debajo del sepulcro de cristal.

 

?Aceptaron su oro de buen grado? ?O levantaron la vista y vieron a sus hombres a caballo, con sus espadas afiladas y sus lanzas, y se dieron cuenta de que no les quedaba otra alternativa?

 

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