Me envolví en la manta delgada del avión y dormí un poco más, pero, si tuve más sue?os, entonces no me dejaron ninguna huella.
Se levantó una ventisca poco después de que el avión aterrizase en Inglaterra y se cargó el suministro eléctrico del aeropuerto. Yo estaba solo en un ascensor del aeropuerto en ese momento, y se quedó a oscuras y atascado entre dos pisos. Una débil luz de emergencia se encendió con un parpadeo. Apreté el botón de alarma carmesí hasta que la batería se gastó y dejó de sonar; entonces, me estremecí, vestido con mi camiseta de Los ángeles, en el rincón de mi cuartito plateado. Observé cómo mi aliento echaba vapor al aire y me abracé para darme calor.
No había nada allí excepto yo; aun así, me sentía a salvo. Pronto vendría alguien y forzaría las puertas. Al final, alguien me dejaría salir; y sabía que pronto estaría en casa.
NIEVE, CRISTAL, MANZANAS
No sé qué clase de criatura es ella. Ninguno de nosotros lo sabe. Mató a su madre en el parto, pero eso nunca es suficiente para explicarlo.
Me llaman sabia, pero no lo soy ni mucho menos, por todo lo que preví, fragmentos, momentos congelados, atrapados en charcos de agua o en el cristal frío de mi espejo. Si fuera sabia, no habría intentado cambiar lo que vi. Si fuera sabia, me habría matado antes de encontrarme con ella, antes de atraparle a él.
Sabia, y una bruja, o eso decían, y había visto el rostro de aquel hombre en mis sue?os y en reflejos toda mi vida: dieciséis a?os so?ando con él antes de que frenara su caballo junto al puente aquella ma?ana y me preguntara cómo me llamaba. Me ayudó a subir a su caballo alto y cabalgamos juntos hasta mi casita, yo con la cara hundida en el oro de su cabello. Me pidió lo mejor que tenía; era el derecho de un rey.
Su barba era rojo bronce a la luz de la ma?ana y le conocí, no como rey, ya que no sabía nada de reyes entonces, sino como mi amor. Tomó todo lo que quería de mí, el derecho de reyes, pero volvió al día siguiente y la noche después: su barba tan roja, su cabello tan dorado, sus ojos del azul del cielo de verano, su piel morena del marrón suave del trigo maduro.
Su hija era sólo una ni?a: no tenía más de cinco a?os cuando llegué al palacio. Había un retrato de su madre muerta colgado en la habitación de la torre de la princesa: una mujer alta, el pelo del color de la madera oscura, ojos casta?o caoba. Era de una sangre distinta a la de su pálida hija.
La ni?a no quería comer con nosotros.
No sé en qué parte del palacio comía.
Yo tenía mis propios aposentos. Mi marido, el rey, también tenía sus habitaciones. Cuando me quería me mandaba llamar, y yo iba a él y le daba placer y me llevaba mi placer con él.
Una noche, varios meses después de que me trajeran al palacio, la ni?a vino a mis aposentos. Tenía seis a?os. Yo estaba bordando a la luz de una lámpara, entrecerrando los ojos contra el humo y la iluminación irregular de la lámpara. Cuando levanté la vista, ella estaba allí.
—?Princesa?
No dijo nada. Tenía los ojos negros como el carbón, negros como su cabelló; los labios eran más rojos que la sangre. Me miró y sonrió. Sus dientes parecían afilados, incluso entonces, a la luz de la lámpara.
—?Qué haces fuera de tu habitación?
—Tengo hambre —dijo ella, como cualquier ni?o.
Era invierno, cuando la comida fresca es un sue?o de calor y luz del sol; pero yo tenía ristras de manzanas enteras, secas y sin corazón, colgadas de las vigas de mi aposento, y le bajé una manzana.
—Toma.
El oto?o es la época de secar, de conservar, la época de recoger manzanas, de derretir la grasa de la oca. El invierno es la época del hambre, de la nieve y de la muerte; y es la época de la fiesta del pleno invierno, cuando frotamos con la grasa de la oca la piel de un cerdo entero, relleno de las manzanas de aquel oto?o; luego lo asamos en el horno o en el asador, y nos preparamos para darnos un festín con la piel crujiente del cerdo.
Cogió la manzana y empezó a masticarla con sus dientes afilados y amarillos.
—?Está buena?
Asintió con la cabeza. La princesita siempre me había asustado, pero en aquel momento se ganó mi simpatía y, con los dedos, suavemente, le acaricié la mejilla. Me miró y sonrió —rara vez lo hacía—, luego me hundió los dientes en la raíz del pulgar, el monte de Venus, y me hizo sangrar.
Empecé a chillar, del dolor y de la sorpresa, pero ella me miró, y me callé.
La princesita pegó la boca a mi mano y lamió y chupó y bebió. Cuando hubo acabado, se marchó de mi aposento. Mientras lo miraba, el corte que ella me había hecho empezó a cerrarse, a formar una costra, a curarse. Al día siguiente era una cicatriz vieja: me podría haber cortado la mano con una navaja en mi infancia.