Ella me había congelado, poseído y dominado. Eso me asustaba, más que la sangre de la que se había alimentado. Después de aquella noche, cerré la puerta de mi aposento al anochecer, atrancándola con una barra de roble, y le pedí al herrero que me forjara unos barrotes de hierro, que colocó en mis ventanas.
Mi marido, mi amor, mi rey, me mandaba llamar cada vez menos, y, cuando iba a su encuentro, le hallaba mareado, lánguido, confuso. Ya no podía hacer el amor como un hombre y no me permitía que le diera placer con la boca: la única vez que lo intenté, dio un respingo tremendo y empezó a llorar. Aparté la boca y le abracé con fuerza hasta que sus sollozos cesaron y se durmió, como un ni?o.
Pasé los dedos por su piel mientras dormía. Estaba cubierta de una multitud de cicatrices antiguas. Sin embargo, yo no lograba recordar cicatriz alguna de los días en que me cortejaba, excepto una, en el costado, donde un jabalí le había corneado cuando era joven.
Pronto fue la sombra del hombre que yo había conocido y amado junto al puente. Se le notaban los huesos, azules y blancos, bajo la piel. Le acompa?é en sus últimas horas: tenía las manos frías como la piedra, los ojos de un azul lechoso, el cabello y la barba sin brillo, desvaídos y lacios. Murió sin confesarse, la piel mordisqueada y marcada de la cabeza a los pies de cicatrices diminutas y viejas.
No pesaba casi nada. El suelo estaba helado y no pudimos cavarle ninguna tumba, así que pusimos un mojón de rocas y piedras sobre su cuerpo, sólo en memoria suya, ya que quedaba muy poco de él para proteger del hambre de las bestias y las aves.
Así que fui reina.
Además, era insensata y joven —dieciocho veranos habían llegado y se habían ido desde la primera vez que vi la luz del día—, y no hice lo que habría hecho ahora.
Si fuera hoy, habría ordenado que le sacaran el corazón a la princesa, es cierto. Pero, luego, habría hecho que le cortasen la cabeza y los brazos y las piernas. Habría pedido que la destriparan. Luego, habría observado en la plaza de la ciudad mientras el verdugo avivaba el fuego con un fuelle hasta que estuviera al rojo vivo, habría observado sin parpadear mientras él destinaba cada una de sus partes al fuego. Habría apostado arqueros alrededor de la plaza, que dispararían a cualquier ave o animal que se acercase demasiado a las llamas, cualquier cuervo o perro o halcón o rata. Y no habría cerrado los ojos hasta que la princesa fuera ceniza y un viento suave pudiese esparcirla como la nieve.
No lo hice, y pagamos por nuestros errores.
Dicen que fui enga?ada; que no era su corazón. Que era el corazón de un animal, un ciervo, quizá, o un jabalí. Lo dicen y se equivocan.
También hay quien dice (pero es ella quien miente, no yo) que me dieron el corazón y que me lo comí. Las mentiras y las medias verdades caen como la nieve, cubriendo las cosas que recuerdo, las cosas que vi. Un paisaje, irreconocible después de la nevada; eso es lo que ha hecho ella de mi vida.
Había cicatrices en mi amor, en los muslos de su padre y en el escroto y en el miembro viril, cuando murió.
No fui con ellos. Se la llevaron de día, mientras dormía y estaba en su momento más débil. Se la llevaron al centro del bosque y allí le abrieron la blusa y le sacaron el corazón y la dejaron muerta, en un barranco, para que el bosque se la tragara.
El bosque es un lugar oscuro, la frontera de muchos reinos; nadie sería tan tonto como para reclamar su jurisdicción. En el bosque viven forajidos. Viven ladrones y también lobos. Puedes cabalgar por el bosque durante miles de días y no ver nunca un alma; pero hay ojos encima de ti todo el tiempo.
Me trajeron el corazón de la princesa. Sé que era suyo, ningún corazón de cerda o de gama habría seguido latiendo y palpitando una vez arrancado, como hizo aquel.
Lo llevé a mi aposento.
No me lo comí: lo colgué de las vigas que hay sobre mi cama, lo coloqué en un trozo de cordel en el que había ensartado serbas, de un rojo anaranjado como el pecho de un petirrojo, y cabezas de ajos.
Fuera la nieve caía, cubriendo las huellas de mis cazadores, cubriendo su cuerpo diminuto en el bosque donde yacía.
Hice que el herrero quitara los barrotes de hierro de mis ventanas y cada tarde durante los cortos días de invierno me pasaba algunas horas en mi habitación, mirando hacia el bosque, hasta que caía la noche.
Había, como ya he dicho, gente en el bosque. Solían salir, algunos de ellos, para la Feria de Primavera; una gente avariciosa, salvaje y peligrosa; algunos estaban atrofiados: enanos y jorobados; otros tenían los dientes enormes y la mirada ausente de los idiotas; algunos tenían dedos como aletas o pinzas de cangrejo. Salían sigilosamente del bosque cada a?o para la Feria de Primavera, que se celebraba cuando las nieves se habían derretido.