Humo yespejos

?“Es tu elección. Pero a veces te parecerá mucho más fácil no recordar. En ocasiones, el olvido puede traer una especie de libertad. Ahora, si no te importa —bajó la mano, cogió una carpeta de un montón que había en el suelo, la abrió—, tengo trabajo que debería seguir haciendo.”

 

 

?Me puse en pie y me dirigí a la ventana. Esperaba que me volviera a llamar, que me explicara todos los detalles de Su plan, que de algún modo lo mejorase. Sin embargo, no dijo nada, y abandoné Su Presencia sin mirar atrás.

 

El hombre se calló, entonces. Y permaneció en silencio —ni siquiera le oía respirar—, tanto tiempo que me empecé a poner nervioso, pensando que quizá se había quedado dormido o había muerto.

 

Entonces se puso en pie.

 

—Ahí queda eso, amigo. ésa es la historia. ?Crees que valía un par de cigarrillos y una caja de cerillas? —hizo la pregunta como si fuera importante para él, sin ironía.

 

—Sí —le dije—. Sí, lo valía. Pero, ?qué pasó después? ?Cómo acabaste…? Quiero decir, si… —me callé.

 

En aquellos momentos la calle estaba oscura, al filo del alba. Una a una, las farolas habían empezado a apagarse con un parpadeo, y el cuerpo del hombre se perfilaba contra el resplandor del cielo del amanecer. Se metió las manos en los bolsillos.

 

—?Qué pasó? Me fui de casa y me perdí y hoy en día mi casa está muy lejos. A veces, se hacen cosas de las que uno se arrepiente, pero no se puede hacer nada al respecto. Los tiempos cambian. Las puertas se cierran detrás de ti. Sigues adelante, ?sabes?

 

?Al final acabé aquí. Solían decir que nadie es jamás originario de Los ángeles, lo que en mi caso es tan cierto como que el infierno existe.

 

Entonces, antes de que comprendiese lo que estaba haciendo, se inclinó y me besó, suavemente, en la mejilla. Su barba de pocos días era áspera y pinchaba, pero su aliento era sorprendentemente dulce. Me susurró al oído:

 

—Yo nunca caí. Me da igual lo que digan. Sigo haciendo mi trabajo, tal como yo lo veo.

 

La mejilla me ardía donde sus labios la habían tocado.

 

Se enderezó.

 

—Pero aún me quiero ir a casa.

 

El hombre se marchó por la calle oscurecida y yo me quedé sentado en el banco, observando cómo se iba. Me sentía como si me hubiese quitado algo, aunque ya no lograba acordarme de qué se trataba. Además, tenía la sensación de que había dejado otra cosa en su lugar: absolución, quizá, o inocencia, aunque ya no sabía decir de qué.

 

Una imagen de algún sitio: un dibujo garabateado de dos ángeles volando sobre una ciudad perfecta y, sobre la imagen, la huella exacta de la mano de un ni?o, que mancha el papel blanco de rojo sangre. Me vino a la cabeza de forma espontánea y ya no sé qué significaba.

 

Me levanté.

 

Estaba demasiado oscuro para ver la esfera del reloj, pero sabía que aquel día no dormiría. Regresé al lugar donde me alojaba, a la casa junto a la palmera raquítica, para lavarme y esperar. Pensé en ángeles y en Nilla; y me pregunté si amor y muerte iban de la mano.

 

Al día siguiente los aviones para Inglaterra ya volaban otra vez.

 

Me sentía extra?o, la falta de sue?o me había hundido en ese estado depresivo en el que todo parece monótono y de la misma importancia; cuando todo da igual y parece que la realidad esté desgastada y raída. El viaje en taxi hasta el aeropuerto fue una pesadilla. Tenía calor y estaba cansado e irritable. Llevaba una camiseta en el bochorno de Los ángeles; el abrigo estaba guardado en el fondo de la maleta, donde había estado durante toda mi estancia.

 

El avión estaba abarrotado, pero no me importaba.

 

La azafata recorría el pasillo con la prensa: el Herald Tribune, el USA Today y el L.A. Times. Cogí un ejemplar del Times, pero las palabras se iban de mi cabeza a medida que las recorría con la vista. Nada de lo que leí se quedó conmigo. No, miento. En alguna parte, al final del periódico, había un artículo sobre un asesinato triple: dos mujeres y un ni?o peque?o. No se daban nombres y no sé por qué habría de retener el artículo como lo hice.

 

Pronto me quedé dormido. So?é que me follaba a Nilla mientras le manaba sangre lentamente de los ojos cerrados y de los labios. La sangre era fría y viscosa y pegajosa, y me desperté helado por el aire acondicionado del avión, con un sabor desagradable en la boca. Tenía la lengua y los labios secos. Miré por la ventana ovalada y llena de ara?azos, observé las nubes y se me ocurrió entonces (no por primera vez), que las nubes eran en realidad otra tierra, donde todo el mundo sabía exactamente qué buscaba y cómo regresar al lugar donde empezó su camino.

 

Mirar las nubes es una de las cosas que más me han gustado siempre de volar. Eso, y lo cerca que uno se siente de su propia muerte.

 

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