Ella se levantó y caminó alrededor del fuego y esperó, a cierta distancia. él se recogió las vestiduras hasta que encontró una moneda, un penique minúsculo de cobre, y se la lanzó. Ella la atrapó y asintió con la cabeza y se acercó a él. él tiró de la cuerda que le rodeaba la cintura y sus vestiduras se abrieron. Tenía el cuerpo tan peludo como el de un oso. Ella le empujó hacia el musgo. Una mano avanzó, como una ara?a, a través del pelo enredado, hasta que se cerró en su órgano viril; la otra mano trazó un círculo en su pezón izquierdo. él cerró los ojos y deslizó una mano enorme bajo su falda. Ella bajó la boca al pezón que había estado incitando, su piel suave blanca sobre el cuerpo peludo y marrón del hombre.
Ella hundió los dientes en su pecho. él abrió los ojos, luego los volvió a cerrar, y ella bebió.
Se sentó a horcajadas sobre él y comió. Mientras lo hacía, un líquido poco espeso y negruzco empezó a fluirle de entre las piernas…
—?Sabes qué es lo que mantiene a los viajeros alejados de nuestra ciudad? ?Qué le está ocurriendo a la gente del bosque? —preguntó el Se?or de la Feria.
Cubrí el espejo con la piel de gamo y le dije que me encargaría personalmente de hacer que el bosque volviera a ser un lugar seguro.
Debía hacerlo, aunque ella me aterrorizaba. Yo era la reina.
Una mujer estúpida se habría adentrado entonces en el bosque y habría intentado capturar a la criatura; pero yo ya había sido estúpida una vez y no tenía deseo alguno de serlo una segunda vez.
Pasé un tiempo con libros viejos. Pasé un tiempo con gitanas (que cruzaban nuestro país por las monta?as del sur, en vez de atravesar el bosque por el norte y por el oeste).
Me preparé y obtuve aquellas cosas que necesitaría, y cuando llegaron las primeras nevadas estaba lista.
Desnuda, estaba, y sola en la torre más alta del palacio, un lugar abierto al cielo. Los vientos me helaban el cuerpo; los brazos, los muslos y los pechos se me pusieron de piel de gallina. Llevaba un cuenco de plata y una cesta en la que había puesto un cuchillo y un alfiler de plata, unas pinzas, un manto gris y tres manzanas verdes.
Lo cogí todo y me quedé ahí de pie, desnuda, en la torre, humilde ante el cielo nocturno y el viento. Si algún hombre me hubiese visto ahí de pie, le hubiera sacado los ojos; pero no había nadie que me espiara. Las nubes cruzaban raudas el cielo, escondiendo y descubriendo la luna menguante.
Cogí el cuchillo de plata y me corté el brazo izquierdo, una, dos, tres veces. La sangre goteó en el cuenco, el escarlata parecía negro a la luz de la luna.
A?adí el polvo de la ampolla que llevaba colgada del cuello. Era un polvo marrón, hecho de hierbas secas y de la piel de un sapo determinado, y de ciertas cosas más. Espesaba la sangre, pero sin dejar que se coagulase.
Cogí las tres manzanas, una a una, y pinché las pieles con cuidado con mi alfiler de plata. Luego las puse en el cuenco y las dejé allí un rato mientras los primeros copos diminutos de nieve del a?o caían despacio sobre mi piel y sobre las manzanas y sobre la sangre.
Cuando el alba empezó a iluminar el cielo, me cubrí con el manto gris y cogí las manzanas rojas del cuenco, una a una, metiéndolas en la cesta con las pinzas de plata, teniendo cuidado de no tocarlas. No quedaba ni rastro de mi sangre ni del polvo marrón en el cuenco, nada excepto un residuo negro, como un verdín, en el interior.
Enterré el cuenco en la tierra. Entonces embellecí las manzanas con un conjuro (como una vez, a?os antes, junto a un puente, me había embellecido a mí misma), para que fueran, sin ninguna duda, las manzanas más maravillosas del mundo, y para que el tono carmesí de su piel fuera del color cálido de la sangre fresca.
Me bajé la capucha del manto sobre la cara y me llevé cintas y bonitos adornos para el pelo, los puse encima de las manzanas en la cesta de junco y caminé sola por el bosque hasta que llegué a su morada: un precipicio alto de arenisca, surcado de cuevas profundas que se adentraban en la pared rocosa.
Había árboles y rocas grandes alrededor de la pared del precipicio, y caminé en silencio y con cuidado de árbol en árbol sin tocar ni una ramita ni una hoja caída. Al final encontré el lugar donde esconderme y esperé y vigilé.
Unas horas después, un pu?ado de enanos salieron arrastrándose del agujero de la cueva: hombrecitos feos, contrahechos y peludos, los antiguos habitantes de este país. Por aquel entonces casi nunca se les veía.
Desaparecieron en el bosque y ninguno me advirtió, aunque uno de ellos se detuvo a orinar contra la roca tras la cual estaba escondida.
Esperé. No salió ninguno más.
Fui a la entrada de la cueva y grité en su interior, con una voz cascada y vieja.
La cicatriz de mi monte de Venus latió con fuerza cuando ella vino hacia mí, saliendo de la oscuridad, desnuda y sola.
Tenía trece a?os, mi hijastra, y nada estropeaba la blancura perfecta de su piel, salvo la cicatriz amoratada de su pecho izquierdo, de donde le habían arrancado el corazón hacía tiempo.
El interior de sus muslos estaba manchado de una mugre húmeda y negra.
Me miró con ojos escrutadores, escondida como estaba bajo mi manto. Me miró con avidez.
—Cintas, buena mujer —dije con voz ronca—. Hermosas cintas para tu pelo…
Me sonrió y me hizo una se?al para que me acercara. Un tirón; la cicatriz de mi mano me empujaba hacia ella. Hice lo que había planeado, pero mucho más deprisa de lo que había planeado: dejé caer la cesta y chillé como la vendedora ambulante vieja e insensible que fingía ser, y corrí.
Mi manto gris era del color del bosque, y corrí rápido; no me atrapó.