El bueno, el feo yla bruja

 

Hacia calor y el ambiente estaba cargado. Olía a café frío, de Starbucks, con dos azucarillos y sin nata. Abrí los ojos y me encontré una mara?a de pelo rojo tapándome la vista. Me lo aparté con un dolorido brazo. Todo estaba en silencio salvo por el lejano ruido del tráfico y el familiar zumbido del despertador de Nick rompiendo la tranquilidad. No me sorprendió descubrir que estaba en su dormitorio, segura en mi lado ocasional de la cama, de cara a la puerta y a la ventana. El destartalado aparador de Nick, al que le faltaba el tirador, nunca me había parecido tan bonito. La luz que se colaba por entre las cortinas echadas era aún débil. Suponía que era casi hora del anochecer. Miré el reloj que se?alaba las 05:35. Sabía que estaba en hora. A Nick le gustaban los aparatitos y el reloj recibía una se?al de Colorado cada medianoche para ponerse en hora con el reloj atómico de allí. Su reloj de pulsera hacía lo mismo. Ignoraba por qué alguien necesitaba tanta precisión. Yo ni siquiera llevaba reloj.

 

La colcha de ganchillo dorada y azul que la madre de Nick le había tejido estaba apretujada bajo mi barbilla y olía ligeramente a jabón de lavar. Reconocí un amuleto contra el dolor en la mesita de noche… justo al lado de una aguja digital. Nick había pensado en todo. Si hubiera podido invocarlo, lo habría hecho.

 

Me senté en la cama buscándolo con la vista. Sabía por el olor a café que probablemente estaría cerca. La colcha me rodeó cuando puse los pies en el suelo. Mis músculos protestaron y eché mano del amuleto. Me dolían las costillas y la espalda. Con la cabeza gacha me pinché en el dedo y extraje tres gotas de sangre para invocar el amuleto. Incluso antes de deslizarme el cordón alrededor de cuello ya me relajé, sintiendo un alivio inmediato. No eran más que dolores musculares y cardenales, nada que no sanara.

 

Entorné los ojos en la penumbra artificial. Una abandonada taza de café dirigió mi vista hacia un montón de ropa en una silla que se movía con ritmo lento y se convertía en Nick, dormido con sus largas piernas despatarradas frente a él. Sonreí al ver sus grandes pies cubiertos solo con los calcetines, ya que no permitía zapatos en su moqueta. Me senté y me contenté con no hacer nada durante un momento. El día de Nick había empezado seis horas antes que el mío y ya le había aparecido una barba que oscurecía su alargada cara relajada por el sue?o. Tenía la barbilla apoyada sobre el pecho y su pelo corto y negro le caía sobre los ojos, ocultándolos. Los abrió al detectar una instintiva parte de él que lo estaba mirando. Sonreí más ampliamente cuando se estiró en la silla, dejando escapar un suspiro.

 

—Hola, Ray-ray —dijo derramando su voz cálida como un charco de agua marrón alrededor de mis tobillos—. ?Cómo estás?

 

—Estoy bien. —Estaba avergonzada de que hubiese visto lo que había pasado, avergonzada de que me hubiese salvado y sinceramente contenta de que hubiera llegado a tiempo de hacerlo. Se levantó y se sentó junto a mí. Su peso me hizo deslizarme hacia él. Emití un sonido de alivio y satisfacción al caer contra él. Me rodeó y me abrazó de lado. Apoyé la cabeza contra su hombro, aspirando profundamente el olor a libros antiguos y a azufre. Lentamente mis pulsaciones se hicieron perceptibles mientras estaba allí sentada sin hacer nada más, recobrando las fuerzas simplemente gracias a su presencia.

 

—?Seguro que estás bien? —me preguntó hundiendo su mano en mi pelo. Me aparté para mirarlo a la cara.

 

—Sí, gracias. ?Dónde está Ivy? —No me contestó nada y me asusté—. ?No te habrá hecho da?o, verdad?

 

Dejó caer la mano de mi pelo.

 

—Está en el suelo donde la dejé.

 

—?Nick! —protesté, apartándome de él para sentarme derecha—. ?Cómo has podido dejarla allí así? —Me levanté, busqué mi bolso y me percaté de que no lo había traído. Además seguía descalza—. Llévame a casa —dije sabiendo que el autobús no me pararía.

 

Nick se había levantado a la vez que yo con expresión de preocupación y la vista baja.

 

—Mierda —dijo entre dientes—. Lo siento. Creí que le habías dicho que no. —Me miró y apartó la vista con expresión dolorida, decepcionada y roja de vergüenza—. Oh, mierda, mierda, mierda —masculló—. Lo siento mucho. Sí, sí, vamos. Te llevo a casa. Quizá no se haya despertado todavía. De verdad lo siento mucho. Creí que habías dicho que no. Oh, Dios, no debí meterme. ?Creí que le habías dicho que no!

 

El desasosiego y desconcierto se percibía en su postura encorvada. Alargué el brazo y tiré de él antes de que saliese del cuarto.

 

—?Nick? —le dije cuando se detuvo de sopetón—. Le dije que no.

 

Abrió los ojos aun más y se quedó allí con la boca entreabierta, casi incapaz de parpadear.

 

—Pero… ?quieres volver?

 

Me senté en la cama y lo miré a los ojos.

 

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