El sordo rugido de una moto me hizo levantar la vista del libro que leía. Reconocí la cadencia de la moto de Kist y me llevé las rodillas hasta la barbilla, tiré aun más de las mantas y apagué la lamparita de la mesilla de noche. La oscuridad que se extendía más allá de mi vidriera abierta se volvió un poco menos oscura. Ivy había llegado a casa. Si Kist entraba, iba a tener que fingir que dormía hasta que se marchase. Pero su moto apenas sí se detuvo antes de volver a alejarse por la calle. Miré los números verde fluorescentes de mi despertador. Eran las cuatro de la ma?ana. Llegaba temprano.
Cerré el libro dejando un dedo dentro para marcar la página y escuché sus pasos acercándose. El fresco aire de antes del amanecer de una noche de septiembre inundaba mi habitación. Si fuese lista me levantaría para cerrar la ventana. Ivy probablemente encendería la calefacción al entrar.
Les estaba muy agradecida a todos los santos porque mi habitación formase parte de la iglesia original y entrase dentro de la cláusula del suelo consagrado, que garantizaba mantener a raya a los vampiros muertos, a los demonios y a las suegras. Estaba a salvo en mi cama hasta que saliese el sol. Aún tendría que preocuparme por Kist, pero no me tocaría mientras a Ivy le quedase un suspiro de vida. Tampoco me tocaría si ella estuviese muerta.
Una sensación incómoda me hizo sacar el dedo del libro y dejarlo en la caja cubierta por una tela que usaba de mesilla de noche. Ivy no había entrado todavía. Era la moto de Kist la que había oído alejarse.
Escuché mis propios latidos y esperé a escuchar las suaves pisadas de Ivy o el sonido de la puerta de la iglesia al cerrarse; pero lo que oí débilmente en el frío silencio de la noche fue a alguien con arcadas.
—Ivy —susurré apartando toda mi ropa de cama. Me levanté tambaleante de la cama. Estaba helada y agarré mi bata. Metí los pies en mis zapatillas peludas rosa y salí al pasillo. Me detuve a medio camino y retrocedí sobre mis pasos hasta mi cómoda de contrachapado. Recorrí con los dedos los bultos de mis perfumes en la penumbra. Elegí uno nuevo que había encontrado entre los demás precisamente ayer y precipitadamente me lo eché encima. Flor de azahar limpia y fresca. Dejé el frasco en su sitio y derramé parte de lo que quedaba sin querer, con un fuerte golpe. Me sentía irreal y desorientada mientras prácticamente echaba a correr por la iglesia vacía, apretándome la bata por el camino. Esperaba que este perfume funcionase mejor que el anterior.
Un nítido entrechocar de alas fue el único aviso que tuve cuando Jenks cayó del techo. Me detuve en seco cuando se quedó suspendido en el aire frente a mí. Brillaba de color negro. Parpadeé pasmada: el pu?etero brillaba en color negro.
—No salgas fuera —dijo con el miedo reflejado en su aguda voz—. Sal por atrás, coge un autobús y vete a casa de Nick.
Miré detrás de él hacia la puerta al escuchar que Ivy vomitaba de nuevo, mezclando las desagradables arcadas con fuertes sollozos.
—?Qué ha pasado? —le pregunté muy asustada.
—Ivy ha vuelto a caer en el pozo.
Me quedé parada sin entenderlo.
—?Qué?
—Que ha vuelto a caer en el pozo —me repitió—. Que está tomando zumo rojo, probando el vino, que ha vuelto a ser practicante, Rachel. Y se ha vuelto loca. Vete. Mi familia te está esperando en el muro de atrás. Llévatelos a casa de Nick por mí, yo me quedo para vigilarla y asegurarme de que… —Echó una ojeada a la puerta—. De que no va a ir a buscarte.
Las arcadas de Ivy cesaron. Me quedé de pie en mitad del santuario con mi camisón y mi bata, escuchando. El miedo me invadió con el silencio y se instaló en mis entra?as. Oí un peque?o ruido que se convirtió en un llanto suave y continuado.
—Perdona —susurré esquivando a Jenks. El corazón me latía con fuerza y me temblaban las rodillas cuando abrí una de las pesadas puertas.
La luz de la farola era suficiente para ver en la calle. En lo más oscuro de la sombra del roble estaba Ivy, desmadejada en el suelo, vestida con su equipo de cuero de motera, medio tumbada sobre los dos primeros escalones de entrada a la iglesia, abandonada a su suerte. Un vómito oscuro y gelatinoso se derramaba por los escalones, goteando hasta la acera con feos grumos pegajosos. Olía intensamente a sangre, ahogando mi perfume cítrico.
Me recogí el borde de la bata y bajé los escalones con una tranquilidad surgida del miedo.
—?Rachel! —me gritó Jenks entrechocando las alas con fuerza—. No puedes ayudarla. ?Vete!
Vacilé al llegar junto a Ivy. Tenía las piernas retorcidas y se le pegaba el pelo al vómito negro. Sus sollozos se habían vuelto silenciosos y le temblaban los hombros. Dios, ayúdame en este trance.
Contuve la respiración y me acerqué a ella por detrás, agarrándola por debajo de los brazos para intentar levantarla. Se encogió al tocarla. Un atisbo de coherencia apareció en su mirada. Tambaleante, colocó los pies debajo de su cuerpo para ayudarme.
—Le dije que no —dijo con la voz quebrada—, le dije que no.
Se me encogió el estómago al oír su voz, desconcertada y confusa. El ácido olor del vómito se me agarró a la garganta. Bajo el fuerte olor se percibía el intenso aroma de la tierra removida mezclada con su olor a ceniza quemada.
Jenks revoloteaba a nuestro alrededor mientras me esforzaba por ponerla en pie. Dejaba caer polvo pixie creando una nube brillante.