—Fue imprudente por tu parte, Alan.
—?Al contrario! —dice Alan—. ?Qué pensará Rudy si se da cuenta de que de todas las unidades, las divisiones y los destacamentos del orden de batalla aliado ni uno de ellos tiene un número que sea el producto de dos primos?
—Bien, eso depende de lo comunes que sean esos números en comparación con todos los otros números, y cuántos números en ese intervalo no se estén utilizando… —dice Lawrence, y empieza a resolver la primera mitad del problema—. De nuevo la función Zeta de Rie-mann. Salta por todas partes.
—?Ese es el espíritu! —dice Alan—. Simplemente, adopta una actitud racional y de sentido común. Son realmente patéticos.
—?Quiénes?
—Aquí —dice Alan, reduciendo el paso y mirando entre los árboles, que para Lawrence se parecen a los otros árboles—. éste me parece conocido.
Se sienta en el tronco de un árbol caído y empieza a sacar material eléctrico de la bolsa.
Lawrence se agacha a su lado y hace lo mismo. No sabe cómo funciona el dispositivo —es un invento de Alan— y por tanto ejecuta el papel de ayudante del cirujano, pasando herramientas y elementos al doctor que lo está montando El doctor habla durante toda la operación, así que pide las herramientas mirándolas fijamente y frunciendo el entrecejo.
—Ellos son… bien, ?quiénes crees? ?Los tontos que usan la información que sale de Bletchley Park!
—?Alan!
—?Bueno, es una tontería! Como el asunto de Midway. Es el ejemplo perfecto, ?no?
—Bueno, yo me alegré de que ganásemos la batalla —dice Lawrence en guardia.
—?No crees que es un poco extra?o, un poco sorprendente, un poco evidente, que después de todos los brillantes enga?os, fintas y tretas de Yamamoto, ese Nimitz supiese exactamente adonde ir a buscarle? ?En todo el océano Pacífico?
—Vale —dice Lawrence—. Me quedé anonadado. Escribí un artículo sobre eso. Probablemente el artículo que me metió en este asunto contigo.
—Bien, pues los británicos no lo hacemos mejor —dice Alan.
—?En serio?
—Te horrorizarías de saber lo que hemos hecho en el Mediterráneo. Es un escándalo. Un crimen.
—?Qué hemos estado haciendo nosotros? —pregunta Lawrence—. Digo ?nosotros? en lugar de ?vosotros? porque ahora somos aliados.
—Sí, sí —dice Alan impaciente—. Eso dicen —se detiene un momento, siguiendo un circuito eléctrico con el dedo, calculando inductancias en la cabeza. Finalmente, sigue hablando—: bien, hemos estado hundiendo convoyes, eso es. Convoyes alemanes. Los hemos estado hundiendo por todas partes.
—?De Rommel?
—Sí, exacto. Los alemanes cargan combustible, tanques y munición en barcos en Nápoles y los envían al sur. Nosotros vamos y los hundimos. Los hundimos casi todos porque hemos roto el código C38m de los italianos y sabemos cuándo abandonan Nápoles. Y últimamente hemos estado hundiendo justo ?los más cruciales? para Rommel, porque también hemos roto su código Chaffinch y sabemos de qué ausencias se queja más.
Turing le da a un interruptor de palanca de su invención y de un polvoriento cono de papel negro atado con cuerda a la placa de prototipo sale un chillido extra?o y serpenteante. El cono es un altavoz, aparentemente recuperado de una radio. Hay un palo de escoba con un bucle de alambre rígido colgando de un extremo, y un cable que va de ese bucle en el palo hasta la placa de prototipo, como un lazo, frente a la sección central de Lawrence. El altavoz emite un sonido.
—Bien. Está recibiendo la hebilla de tu cinturón —dice Alan.
Deja el aparato sobre las hojas, busca en los bolsillos y finalmente saca un trozo de papel en el que hay escritas varias líneas de texto en letras mayúsculas. Lawrence la reconocería en cualquier parte: es una hoja cifrada.
—?Qué es eso, Alan?
—Escribí las instrucciones completas y las cifré, luego las oculté baj o un puente en un bote de bencedrina —dice Alan—. La semana pasada recuperé el contenedor y descifré las instrucciones. —Agita el papel en el aire.
—?Qué esquema de cifrado has usado?
—Uno inventado por mí. Puedes intentar descifrarlo si quieres.
—?Qué te hizo decidir que era cosa de desenterrarlo?
—No era más que una protección frente a la invasión —dice Alan—. Está claro que ahora no nos van a invadir, con vosotros en la guerra.
—?Cuánto enterraste?
—Dos lingotes de plata, Lawrence, cada uno vale unas ciento veinticinco libras. Uno de ellos debería estar muy cerca. —Alan se pone en pie, saca una brújula del bolsillo, se enfrenta al norte magnético y cuadra los hombros. Luego se gira unos grados—. No recuerdo si tuve en cuenta la declinación —murmura—. ?Correcto! En todo caso. Un centenar de pasos al norte. —Y camina hacia el bosque, seguido por Lawrence, que ha heredado el trabajo de llevar el detector de metales.
De la misma forma que el doctor Alan Turing puede ir en bicicleta, mantener una conversación y contar mentalmente las revoluciones de los pedales, también puede contar pasos y hablar al mismo tiempo. A menos que se equivoque por completo, lo que también parece posible.
—Si lo que dices es cierto —dice Lawrence—, el baile debe haber terminado. Rudy debe haber adivinado que hemos roto sus códigos.