El Código Enigma

El capellán ha dejado el rincón al fondo del avión y está en cuclillas cerca de una de las ventanillas, sujetándose a lo que puede. Bobby Shaftoe, que se ha movido hasta quedar en una postura incómoda sobre el estómago, mira por la ventana del lado opuesto del avión. Debería poder ver el cielo, pero en lugar de eso ve cómo pasa una duna. La imagen le produce náuseas instantáneas. Ni siquiera considera la idea de sentarse.

 

Puntos de luz brillante surcan como locos el interior del avión, como rayos, pero —y al principio no es demasiado evidente— proyectados contra la pared del avión, como rayos de linternas. Sigue los rayos, aprovechándose de la ligera neblina de fluido hidráulico vaporizado que ha empezado a acumularse en el aire, y descubre que tienen su origen en una serie de peque?os agujeros circulares que algún cabrón ha perforado en la piel del avión mientras él dormía. El sol penetra por esos agujeros, siempre, claro, en la misma dirección; pero el avión se mueve hacia todos lados.

 

Comprende que ha estado tendido en el techo del avión desde que se despertó, lo que explica por qué está tendido sobre el estómago. Al comprenderlo, vomita.

 

Los puntos brillantes desaparecen. Muy, muy renuentemente, Shaftoe se atreve a mirar por la ventana y sólo ve gris.

 

Ahora cree estar en el suelo. En cualquier caso, está junto al cadáver, y el cadáver estaba atado.

 

Se queda tendido durante unos minutos, respirando y pensando. El aire silba al entrar por los agujeros del fuselaje, con estruendo suficiente para romperle la cabeza.

 

Alguien —sin duda, un demente— está de pie y se mueve por el avión. No es Root, que se encuentra en su rincón tratando una serie de laceraciones faciales que recibió durante las acrobacias aéreas. Shaftoe levanta la vista y ve que el hombre en movimiento es uno de los pilotos británicos.

 

El británico se ha quitado lo que llevaba en la cabeza para dejar al descubierto un pelo negro y ojos verdes. Tiene treinta y tantos a?os, un viejo. Un rostro huesudo y práctico en el que los diversos bultos, protuberancias y orificios parecen estar allí por alguna razón, una cara dise?ada por el mismo tío que dise?a lanzagranadas. Un rostro simple y de fiar, ni de lejos guapo. Está arrodillado junto al cadáver de Gerald Hott y lo examina al detalle con una linterna. Es la viva imagen de la preocupación; sus cuidados a los enfermos son intachables.

 

Finalmente se apoya en la estructura del fuselaje.

 

—Gracias a Dios —dice—, no le han dado.

 

—?A quién? —dice Shaftoe.

 

—A este tipo —dice el piloto, golpeando al cadáver.

 

—?Y no va a examinarme a mí?

 

—No es necesario.

 

—?Por qué no? Yo sigo vivo.

 

—No le dieron —dice el piloto con toda confianza—. Si le hubiesen dado, tendría el aspecto del teniente Ethridge.

 

Por primera vez, Shaftoe se atreve a moverse. Se apoya sobre un codo y descubre que el suelo del avión está manchado de un fluido rojo.

 

Había notado una neblina rosa en la cabina, y había supuesto que era producto de un escape de fluido hidráulico. Pero el sistema hidráulico parece estar perfectamente y lo que hay en el suelo no es un derivado del petróleo. Es el mismo fluido rojo que aparecía tan prominentemente en la pesadilla de Shaftoe. Fluye desde el cómodo nido del teniente Ethridge, y el teniente ya no ronca.

 

Shaftoe contempla lo que queda de Ethridge, que se parece extraordinariamente a lo que estaba tirado por la carnicería esa misma ma?ana. No desea perder la compostura en presencia de un piloto británico, y en realidad, siente una extra?a calma. Quizá sean las nubes; los días nublados siempre le han resultado tranquilizadores.

 

—Santo Dios —dice al fin—, la veinte milímetros de los teutones es algo increíble.

 

—Cierto —dice el piloto—, tenemos que dejarnos ver por un convoy y luego proceder con la entrega.

 

A pesar de lo críptico que suena, es la afirmación más informativa que Bobby haya oído nunca sobre las intenciones del Destacamento 2702. Se pone en pie y sigue al piloto hasta la cabina, ambos esquivando con delicadeza varios menudillos que presumiblemente han salido de Efhridge.

 

—Se refiere a un convoy aliado, ?no? —pregunta Shaftoe.

 

—?Un convoy aliado? —pregunta el piloto con burla—. ?Dónde co?o vamos a encontrar un convoy aliado? Estamos en Túnez.

 

—Bien, entonces, ?qué ha querido decir con eso de dejarnos ver por un convoy? Quiere decir que vamos a ver un convoy, ?no?

 

—Lo siento mucho —dice el piloto—, estoy ocupado.

 

Al darse la vuelta, encuentra al teniente Enoch Root de rodillas junto a un trozo relativamente grande de Ethridge, registrando el maletín de éste. Shaftoe compone un gesto de exagerada indignación moral y le se?ala con el dedo de la culpa.

 

—Mire, Shaftoe —grita Root—, me limito a seguir órdenes. Ocupar su puesto.

 

Saca un paquete peque?o, todo envuelto en un plástico grueso y amarillento. Lo examina, levanta la vista y mira reprobatoriamente a Shaftoe una vez más.

 

—?Era un puto chiste! —dice Shaftoe—. ?Recuerda? ?Cuando creí que esos tipos saqueaban los cadáveres? ?En la playa?

 

Root no se ríe. O está muy cabreado porque Shaftoe consiguiese enga?arle, o no le gustan las bromas sobre el saqueo de cadáveres. Root lleva el paquete hasta el otro cuerpo, el que lleva el traje de goma. Mete el paquete en el traje.

 

A continuación se pone en cuclillas junto al cuerpo y cavila. Cavila durante mucho tiempo. A Shaftoe le parece que le gusta ver a Enoch cavilar, que es como observar a una bailarina exótica agitar las tetas.

 

La luz vuelve a cambiar al descender de las nubes. El sol se está poniendo, brillando rojizo por entre la neblina del Sahara. Shaftoe mira por una ventana y se sorprende al ver que ahora están sobre el mar. Por debajo hay un convoy de barcos, cada uno de ellos marcando una V perfecta y blanca sobre las aguas oscuras, cada uno iluminado a un costado por el sol rojo.

 

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