El Código Enigma

—En cierta forma —dice Tom—, esos tipos son miles de veces más inteligentes que nosotros, porque nunca han tenido una moneda de la que depender. —El y Randy miran a John Cantrell, que ya tiene los brazos cruzados sobre el pecho y ofrece una disquisición sobre la función Totient de Euler mientras Harvard Li asiente atentamente y sus empollones de servicio toman notas frenéticas en cuadernos. Avi está muy alejado, mirando el Viejo Palacio, mientras contempla en su mente las ramificaciones de todo esto: florecen, se extienden y se enroscan unas alrededor de otras como si se tratase de un jardín tropical enloquecido.

 

Otras delegaciones entran en la sala siguiendo al visir y reclaman porciones de la mesa. El Dentista viene con sus Nornas, Furias, Higienistas o como se llamen. Hay un grupo de blancos que hablan con acento australiano. Exceptuándolos, todos los demás son asiáticos. Algunos hablan entre ellos y otros levantan las cabeza y observan la conversación entre Harvard Li y John Cantrell. Randy los va repasando por turnos: Asiáticos de Malos Trajes y Asiáticos de Buenos Trajes. Los primeros exhiben cortes militares, piel manchada de nicotina y parecen asesinos. Visten trajes malos no porque no puedan permitirse los buenos, sino porque no les importa un rábano. Vienen de China. Los Asiáticos de Buenos Trajes tienen cortes de pelo de mantenimiento elevado, gafas de París, piel limpia, sonrisas fáciles. En su mayoría vienen de Nipón.

 

—Quiero intercambiar claves, ahora mismo, para que podamos enviarnos correos —dice Li, y le hace un gesto a un ayudante, quien corre al borde de la mesa y abre un portátil—. Algo algo Ordo —dice Li en cantones. El asistente apunta y pulsa.

 

Cantrell mira sin expresión a la mesa. Se agacha para mirarla por debajo. Se acerca y palpa con la mano bajo el borde.

 

Randy se inclina para dar un vistazo. Se trata de una de esas mesas de reuniones de alta tecnología con líneas eléctricas y de comunicación integradas, de forma que los visitantes puedan conectar los portátiles sin tener que tender cables por todas partes y pelearse por los enchufes. La superficie debe estar llena de conductos. No hay ningún cable visible que la conecte con el mundo. Las conexiones deben viajar por las patas y meterse en el suelo hueco. John sonríe, se vuelve a Li y niega con la cabeza:

 

—Normalmente diría que bien —dice—, pero en el caso de un cliente con sus exigencias de seguridad, no estamos en un lugar aceptable para intercambiar claves.

 

—No planeo utilizar el teléfono —dice Li—, podemos intercambiarlas en floppies.

 

John golpea la mesa.

 

—No importa. Haga que alguien de su personal busque sobre Phreaking van Eck. Con ?p-h?, no ?f? —le dice al asistente que está tomando nota. Luego, al sentir que Li precisa un resumen rápido, dice—: Pueden conocer el estado de su ordenador escuchando las ligeras emisiones de radio que salen de los chips.

 

—Ahhhhh —dice Li, e intercambia miradas cargadas de sentido con sus asistentes, como si' eso hubiese dado respuesta a algo que les hubiese estado dando la co?a durante meses.

 

Alguien comienza a gritar a pleno pulmón al otro extremo de la sala, no por donde entraron los invitados, sino el otro. Es un tipo vestido de forma similar al gran visir, pero no tan recargada. En cierto momento cambia al inglés, el mismo dialecto del inglés empleado por los asistentes de vuelo de las líneas aéreas extranjeras, que les han dicho tantas veces a los pasajeros que inserten la lengüeta de metal en la hebilla que les sale de la boca en una única confusión flemosa. Hombrecitos kinakutas vestidos con buenos trajes comienzan a entrar en la habitación. Toman asientos alrededor de la parte principal de la mesa, que es lo suficientemente amplia para servir como escenario de la Ultima Cena. En la posición de Jesús hay un sillón especialmente grande. Es lo que obtendrías si te dirigieses a un dise?ador finés con la cabeza, afeitada y gafas sin montura y doble doctorado en semiótica e ingeniería civil, le firmases un cheque en blanco y le pidieses que te dise?ase un trono. Detrás hay otra mesa para los lacayos. De fondo, toneladas de obras de arte sin precio: un friso erosionado, amputado de alguna ruina de la jungla.

 

Todos los invitados gravitan instintivamente hacia sus posiciones alrededor de la mesa, y se quedan de pie. El gran visir los mira fijamente por turnos. Un hombre peque?o se desliza en la habitación, mira con expresión vacía el suelo frente a él, aparentemente sin haberse dado cuenta de que hay más personas presentes. Tiene el pelo lacado contra el cráneo, y su apariencia corpulenta queda minimizada por la magia de Savile Row. Se acomoda sobre el trono, lo que parece una brutal violación de la etiqueta hasta que Randy comprende que se trata del sultán.

 

De pronto, todos se han sentado. Randy retira su silla y se sienta en ella. Las profundidades de cuero lo absorben como el guante de un receptor a la pelota. Está a punto de sacar el portátil, pero en este entorno tanto una bolsa de nylon como el ordenador de plástico quedan algo horteras. Además, debe resistirse a la tendencia estúpida de tomar notas continuamente. El mismo Avi ha dicho que no va a pasar nada en la reunión; todo lo importante va a ir en el subtexto. Además, está el asunto del phreaking Van Eck, que Cantrell probablemente mencionó sólo para volver paranoico a Harvard, pero que también ha afectado a Randy. Opta por un cuaderno de papel milimetrado —la respuesta de los ingenieros al cuaderno corriente— y un bonito bolígrafo desechable.

 

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