En realidad, el grupo nuevo no es de nipones, sino de chinos, muy probablemente de Taiwán. El gran visir les muestra los sitios asignados, que están tan apartados que pueden intercambiar disparos espontáneos con Epiphyte Corp., pero no mantener una conversación sin emplear megáfonos. Pasan un minuto más o menos fingiendo que les importan los jardines y el Viejo Palacio. Luego, un hombre de constitución compacta y fuerte de unos cincuenta a?os pivota hacia Epiphyte Corp. y se acerca a ellos, trayéndose a rastras a una bandada de asistentes. A Randy le recuerda una simulación de ordenador que vio en una ocasión de un agujero negro atravesando una galaxia, transportando un séquito de estrellas. Randy reconoce vagamente la cara del hombre: ha aparecido impresa en revistas de negocios más de una vez, pero no lo suficiente para que Randy recuerde su nombre.
Si Randy fuese algo más que un hacker, ahora tendría que dar un paso al frente y encargarse de los asuntos de protocolo. Sufriría mucho estrés y odiaría el proceso. Pero, gracias a Dios, toda esa mierda pasa directamente a Avi, que se adelanta para presentarse ante los taiwaneses. Se dan las manos y comienzan la rutina de intercambiar tarjetas. Pero el chino mira más allá de Avi, comprobando a los otros miembros de Epiphyte. Como Randy no le convence, se dirige a Eberhard Fóhr.
—?Quién es Cantrell? —dice.
John está apoyado contra la ventana, muy probablemente intentando deducir la ecuación paramétrica que generó los pétalos de la planta carnívora de ocho pies de alto. Se gira para presentarse:
—John Cantrell.
—Harvard Li. ?No recibió mis correos?
?Harvard Li! Ahora Randy empieza a reconocerle. Fundador de la Harvard Computer Company, una empresa de tama?o medio, fabricante de clónicos de Taiwán.
John sonríe.
—Recibí como veinte mensajes de correo de un desconocido que decía ser Harvard Li.
—?Eran míos! No comprendo qué quiere decir con que soy un desconocido. —Harvard Li es extremadamente enérgico, pero tampoco se muestra cabreado. Randy comprende que pertenece a esa raza de hombres que no tiene necesidad de recordarse que debe olvidar el romanticismo antes de un reunión.
—Odio el correo electrónico —dice John.
Harvard Li le mira a los ojos durante un rato.
—?Qué quiere decir?
—La idea es buena. La ejecución muy pobre. La gente no mantiene ninguna medida de seguridad. Llega un mensaje que dice ser de Harvard Li y creen que realmente viene de Harvard Li. Pero el mensaje no es más que una estructura de puntos magnetizados en un disco duro. Cualquiera podría falsificarlo.
—Ah. Emplea el algoritmo de firma electrónica.
John lo medita con cuidado.
—No respondo a ningún mensaje de correo electrónico que no venga con firma digital. El algoritmo de firma digital se refiere a una técnica para firmarlos. Es una buena técnica, pero podría ser mejor.
Harvard Li comienza a asentir como a medio camino de la respuesta de John, reconociendo que tiene razón.
—?Hay algún problema estructural? ?O le preocupa la longitud de clave de quinientos doce bits? ?Sería aceptable con una clave de mil veinticuatro bits?
Como tres frases después, la conversación entre Cantrell y Li pasa más allá del horizonte del conocimiento criptográfico de Randy, y su cerebro se desconecta. ?Harvard Li es un loco de la criptografía! La ha estudiado personalmente; no sólo pagándole a los lacayos para que lean los libros y le pasen notas, sino recorriendo personalmente las ecuaciones, enfrentándose a las matemáticas.
La sonrisa de Lom Howard es amplia. Eberhard parece divertirse como nunca, y Beryl contiene una sonrisa. Randy intenta desesperadamente entender el chiste. A vi nota la confusión en el rostro de Randy, se pone de espaldas a los taiwaneses y frota el pulgar y los dedos: dinero.
Oh, sí. Tenía que ser algo relacionado con el dinero.
Harvard Li produjo algunos millones de PCs clónicos a principios de los noventa y los cargó con Windows, Word y Excel… pero de alguna forma consiguió olvidar firmarle un cheque a Microsoft. Hace como un a?o, Microsoft le dio una buena patada ante los tribunales y ganó una compensación inmensa. Harvard argumentó que estaba en la ruina: no tiene ni un penique a su nombre. Microsoft ha estado intentando demostrar que todavía tiene algunos millardos escondidos por ahí.
Está claro que Harvard Li ha estado pensando duramente sobre dónde meter dinero para que gente como Microsoft no pueda encontrarlo. Hay muchos métodos clásicos: la cuenta bancaria en Suiza, la corporación falsa, el gran proyecto inmobiliario en el interior de lo más profundo de China, barras de oro en una cámara acorazada. Esos trucos podrían salir bien con el gobierno medio, pero Microsoft es diez veces más inteligente, un centenar de veces más agresiva y no hay ninguna regla que la detenga. A Randy le produce algo de repelús imaginarse en la situación de Harvard Li: perseguido a lo largo y ancho del planeta por los avanzadísimos perros de presa de Microsoft.
Harvard Li necesita dinero electrónico. No esa tontería que la gente usa para comprar camisetas en la red sin tener que dar números de tarjetas de crédito. Necesita algo realmente eficaz y cabrón, sostenido por una criptografía potente, almacenado en un refugio de datos fuera de las fronteras, y lo necesita para ayer. Así que no hay nada más lógico que el hecho de que envíe muchos mensajes de correo electrónico a John Cantrell.
Tom Howard se le acerca sigilosamente.
—La pregunta es: ?es sólo Harvard Li o cree haber descubierto un nuevo mercado?
—Es muy probable que ambas cosas —es la suposición de Randy—. Probablemente conoce a algunas otras personas a las que les gustaría tener un banco privado.
—Los misiles —dice Tom.
—Sí. —China ha estado mandando últimamente algunos misiles balísticos a Taiwán, como en el Salvaje Oeste cuando el malo dispara a los pies del bueno para hacerle bailar—. Ha habido asedios de bancos en Taipei.